viernes, 22 de marzo de 2013

Enrique fue a Chicago para dejar de fumar

«Fui a Chicago para dejar de fumar. Me hospedé en el Allerton, donde elegí una habitación para no fumadores, uno de esos cuartos de hotel en los que si uno enciente un cigarrillo se dispara de inmediato una sirena en el pasillo y, aparte del momento de vergüenza que vives, te cae una multa de 200 dólares. Cuando llegué a Chicago el calor y la humedad eran insoportables. El clima de esta ciudad es muy duro en invierno -se hiela el lago Michigan y se alcanzan temperaturas de 25 grados bajo cero- mientras que en primavera y verano el calor y la humedad suelen ser asfixiantes. En invierno la llamada ciudad del viento se convierte en un manto de nieve que hace tan peligrosas las calles, que el Ayuntamiento coloca largas cuerdas en ellas para que los transeúntes tengan a qué agarrarse y eviten resbalones. Pero yo llegué en plena canícula asfixiante y pensé -en la soledad de mi cuarto, feliz de haber dispuesto que una sirena me controlara- que el clima de los cuatro días que me esperaban en Chicago no iba a tener variaciones. Me equivoqué en esto tanto como en suponer que la ciudad de Eliot Ness era idónea para dejar de fumar.

Ya en el mismo día de la llegada, fuimos a cenar al Miller's Bar -un tugurio mítico por haber contado con Humphrey Bogart y Frank Sinatra entre su clientela más entusiasta-, donde uno hace el ridículo más espantoso si no fuma. A la mañana siguiente, el tiempo había cambiado, era mucho más benigno. Llovizna y viento y cierto frío en las calles. No sabía que estaba por llegar lo peor, fumaba por esas calles pensando que no tardarían en volver la asfixia y la humedad, fumaba por esas calles admirando -visualmente Chicago es espléndida- la imaginación de arquitectos históricos como Roof, Holabird, Sullivan and Wright, que aportaron a la ciudad arrasada por el Gran Incendio de 1871 grandes ideas para rascacielos. Y es que de pronto un pueblo ganadero del medio oeste se convirtió en el lugar de nacimiento de todo tipo de innovaciones arquitectónicas. Del caos los ganaderos hicieron surgir la cultura. Chicago. Hay que verla. Caos, creatividad y cultura. Hay que verla. A Cataluña también, pero en cuestión de vitalidad artística -basta ver el Art Institute, el impresionante museo que fundaron- nadie gana a aquellos ganaderos con espíritu de ganadores. Al día siguiente de mi deslumbramiento arquitectónico, dejé de fumar por consejo de mi amigo Timothy Jones, el botones del hotel, un joven con muchos galardones, entre ellos el Hospitalidad Harper de 1996 y el Botones del Año de 1997. Timothy Jones fue el que me informó de que el tiempo iba a empeorar progresivamente, como así, efectivamente, sucedió. Con el paraguas rojo que me prestó, me dediqué a ver todo lo que él me había recomendado: Water Tower, Chicago Place, el lujo de la Milla de Oro, la skyline vista en la línea del horizonte de un barco que se adentra en el lago Michigan, la ruta de Al Capone y el Joffrey Ballet, los barrios de Greektown y Chinatown, el hall del legendario Chicago Tribune. Y como colofón, Nighthawks, un cuadro de Edward Hopper en el Art Institute.

Al igual que Joseph Conrad iba haciendo, en su viaje al Congo, el descubrimiento paulatino de la locura colonial, yo fui descubriendo, primero de forma pausada y luego acelerada, la evolución enloquecida del clima de Chicago. El último día, por la noche, la tormenta era alucinante mientras nos dirigíamos a un peligroso barrio de las afueras, donde, según Antoni Munné, se oía -debo decir que andaba en lo cierto- el mejor blues de la ciudad. Allí, a pocos kilómetros de la casa natal de Hemingway, en un club de blues invadido por un humo azul, fui vencido por la tentación de un tabaco imprescindible para escuchar a Johnny B. Moore en su emocionante homenaje a Muddy Waters.

De vuelta al hotel, tras un viaje épico en taxi bajo la tormenta y el anuncio de nieve para el día siguiente, vi humo bajo la puerta de mi cuarto mientras escuchaba en la radio a Mojo Mama y Willie Dixon. Me dormí soñando blues. Cuando desperté ocho horas después, el mal tiempo seguía allí. Estaban ya preparando las cuerdas para los transeúntes cuando pedí el taxi para el aeropuerto, me despedí de Timothy Jones, volé con la tormenta que se desplazaba hacia Montserrat y llegué a Barcelona en una terrible madrugada de lluvia y viento que no me inquietó porque andaba sólo preocupado por la típica urgencia del aficionado al blues: fumar hasta el amanecer. Atrás quedaba Chicago y su contundente ejemplo de vitalidad cultural.»

En Chicago
ENRIQUE VILA-MATAS
EL PAÍS, 22 JUN 2000

2 comentarios:

Elena dijo...

Seguramente Chicago no le sirvió para dejar de beber, pero sí para escribir este divertido y preciso retrato de la ciudad.

Elena dijo...

Lapsus! Donde dice beber debería decir fumar...

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