jueves, 28 de mayo de 2015

Jan Morris: El enigma




JAN MORRIS (Gales, 1926)
El enigma
[Conundrum, 1974]
Trad. Ana Mata Buil
RBA. Barcelona, 2011
224 págs.| 4,5 €
«También otras culturas, tanto antiguas como contem- poráneas, han reconocido de forma tolerante esa tierra de nadie que queda entre lo masculino y lo femenino, y han permitido que algunas personas la habiten sin condenarlas a la ignominia. Los frigios de Anatolia, por ejemplo, cas- traban a los hombres que se consideraban mujeres para permitirles vivir a partir de entonces como mujeres, y Juvenal, al observar a algunos de sus conciudadanos, pro- puso que se adoptara la misma medida en Roma: "¿A qué esperan? Ya va siendo hora de que empleen las medidas frigias y acaben la tarea de una vez por todas: que cojan el cuchillo y corten ese superfluo trozo de carne". Hipócrates dejó constancia de la existencia de "no hombres" entre los escitas: se comportaban como mujeres, realizaban las labo- res propias de mujeres, y la creencia popular era que ha- bían sido feminizados por intervención divina. En la antigua Alejandría hay fragmentos que aluden a hombres "que no se avergüenzan de utilizar cualquier herramienta que les per- mita transformar artificialmente su naturaleza masculina en femenina", incluso llegaban a la amputación de los genitales.
  Entre estos pueblos primitivos, tal como explica sir James Frazer en La rama dorada: "Existe una costumbre muy arraigada […] de acuerdo con la cual algunos hombres vis- ten como si fueran mujeres y actúan como tales durante toda su vida. A menudo, se dedican a su vocación desde la infancia, en la que son instruidos para ello". Los sarombavy de Madagascar, por ejemplo, se olvidaban por completo de cuál era su sexo original y se consideraban enteramente femeninos.  En las tribus de esquimales chukchi, los ancia- nos adoctrinaban a los "hombres blandos" desde la infancia acerca del sexo que iban a representar, y así se casaban con hombres y vivían como el resto de las mujeres durante el resto de su vida. Se conocen casos de hechiceros de los Andes obligados por las costumbres tribales a cambiar de rol sexual, y de muchachos indios mojave que eran iniciados sexualmente en público como si fueran doncellas, así como de jóvenes tahitianos a quienes se les animaba en su más tierna infancia a imaginarse que pertenecían al sexo opuesto. Si para los occidentales modernos la idea de cam- biar de sexo parecía, al menos hasta hace muy poco, algo monstruoso, absurdo o contrario a los designios divinos, entre pueblos mucho menos complicados solía considerarse un proceso de divina omnisciencia, un signo de excepcio- nalidad. Tener un pie en cada sexo no era una desgracia sino un privilegio, y a menudo iba asociado a poderes sobrenaturales o funciones sacerdotales.» (págs. 63-64)

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