domingo, 29 de noviembre de 2015

"La escritura no es acerca de algo, es algo en sí mismo"

DEL DISCURSO DE RECEPCIÓN DEL PREMIO FIL DE LITERATURA 2015 OTORGADO A
ENRIQUE VILA-MATAS (GUADALAJARA, MÉXICO):

Robert Walser
«[...] he venido a hablarles del futuro, que para mí durante años ha sido algo que llegaba como llegó el rock el año en que nací, con aquella reposada lentitud de lo verdaderamente imprevisto [...] desde siempre he escrito en la necesidad de encontrar escrituras que nos interroguen desde la estricta contemporaneidad, en la necesidad de encontrar estructuras que no se limiten a reproducir modelos que ya estaban obsoletos hace cien años [...] es tal mi costumbre de buscar nuevas escrituras que voy a decirles ahora, no cómo escribo, sino cómo me gustaría escribir; y recurro para ello a Robert Walser, aquel escritor suizo al que Christopher Domínguez Michael llamó en cierta ocasión “mi héroe moral” [...] parece que Walser se vio realmente liberado de sí mismo el día en que hizo un viaje nocturno en globo, un viaje sobre una Alemania dormida en la oscuridad [...] “subieron a la barquilla, a la extraña casa, tres personas y soltaron las cuerdas de sujeción, y el globo voló lentamente hacia lo alto”, escribió Walser, el paseante por excelencia, un caminante que en realidad
Jorge Luis Borges
había nacido para ese recorrido silencioso por el aire, pues siempre en todos sus trabajos en prosa, quiso alzarse sobre la pesada vida terrestre, desaparecer suavemente y sin ruido hacia un reino más libre [...] me gustaría escribir alzándome sobre la pesada vida terrestre; pero en caso de lograrlo, ¿coincidirían mis itinerarios con los trayectos nocturnos que sospecho que seguirá la novela en el futuro? [...] a principios de este siglo, aún habría dicho que sí, que algunos recorridos coincidirían [...] quizás entonces aún era optimista, porque me sentía aliado con estas líneas de Borges: “¿qué soñará el indescifrable futuro? Soñará que Alonso Quijano puede ser don Quijote sin dejar su aldea y sus libros” [...] pensaba que en las novelas por venir no sería necesario dejar la aldea y salir al campo abierto porque la acción se difuminaría en favor del pensamiento [...] una prosa brumosa y compacta, estilo Sebald [...] ese tipo de prosa compacta en la que el autor disolvía las fronteras entre
W. G. Sebald
los géneros, haciendo que desaparecieran los índices y los textos consistieran en fragmentos unidos por una estructura de unidad perfecta; una prosa a cuerpo descubierto, la prosa del nuevo siglo [...] pensaba que en ese siglo se cedería el paso a un tipo de novela ya felizmente instalada en la frontera; una novela en la que sin problemas se mezclarían lo autobiográfico con el ensayo, con el libro de viajes, con el diario, con la ficción pura, con la realidad traída al texto como tal; pensaba que iríamos hacia una literatura acorde con el espíritu del tiempo, una literatura mixta, donde los límites se confundirían y la realidad podría bailar en la frontera con la ficción, y el ritmo borraría esa frontera [...] le preguntaron a Roberto Bolaño qué novelas serían las que veríamos en el futuro
Roberto Bolaño
[...] y Bolaño respondió literalmente que una novela que sólo se sostiene por el argumento —con un formato más o menos archiconocido, pero no archiconocido en este siglo, sino ya en el XIX— es un tipo de novela que se acabó [...] “se va a seguir haciendo y, además, va a seguir haciéndose durante muchísimo tiempo”, dijo Bolaño, “pero esa novela ya está acabada, y no está acabada porque yo lo diga, está acabada desde hace muchísimos años [...] después de La invención de Morel no se puede escribir una novela así, en donde lo único que aguanta el libro es el argumento, en donde no hay estructura, no hay juego, no hay cruce de voces” [...] creía que se abriría paso ese arte difícil y que espectadores y lectores devendrían artistas y poetas; y creía que surgirían libros, donde la forma fuera el contenido y el contenido fuera la forma
Gustave Flaubert
[...] su escritura no es acerca de algo, es algo en sí mismo [...] los novelistas engendran obras discursivas porque se centran en hablar sobre las cosas, sobre un asunto, mientras que el arte auténtico no hace eso: el arte auténtico es la cosa y no algo sobre las cosas: no es arte sobre algo, es el arte en sí [...] por eso me gustaban más Bouvard y Pecuchet y Finnegans Wake, las obras imperfectas que se abren paso en Flaubert y Joyce después de sus grandes obras, Madame Bovary y Ulises, respectivamente; veía en esas obras desatadas e imperfectas caminos geniales hacia el futuro; creía que todos devendríamos artistas y poetas, pero luego las cosas se torcieron y
James Joyce
[...] ahora triunfa la corriente de aire, siempre tan limitada, de los novelistas con tendencia obtusa al “desfile cinematográfico de las cosas”, por no hablar de la corriente de los libros que nos jactamos groseramente de haber leído de un tirón [...] mi biografía va del nacimiento del rock and roll a los atentados de este noviembre en París [...] he podido seguir los pasos de George Didi-Huberman en el momento de abrir la puerta de una habitación de hospital en París, y he entrado con él en el cuarto de Simon, un joven de 33 años gravemente herido en la columna vertebral por una bala de Kalachnikov en el atentado de Charlie Hebdo; en ese cuarto, este superviviente, nos dice Didi-Huberman, “trabaja para vivir”; su cuerpo lentamente se pone en movimiento y él está intentando levantarse, literalmente elevarse, para volver a ser [...] desde ese cuarto de hospital francés he pensado en los emigrantes de la guerra de Siria que, después de haber arriesgado la vida, ponen pie en tierra en una isla del Mediterráneo, y luego lentamente se van alzando, se van elevando, también para sentir que vuelven a ser [...] y al pensar en ellos he oído el eco de las voces de los supervivientes que nos hablan en el documento de Svetlana Alexievitch sobre Chernóbil [...]
Enrique Vila-Matas
el libro no trata tanto de la catástrofe general como del mundo después de esa catástrofe; el libro habla de cómo la gente se adapta a la nueva realidad [...] esa realidad que ya ha sucedido, pero aún no se percibe del todo, pero está aquí ya, entre todos nosotros, susurra el coro trágico [...] y lo que dicen las voces de Chernóbil, el gran coro, es el futuro» [extracto de EL FUTURO, discurso de Enrique Vila-Matas en la recepción del premio FIL de Literatura 2015]

lunes, 23 de noviembre de 2015

Oliver Sacks: En movimiento (una vida escribiendo)


OLIVER SACKS
En movimiento. Una vida
[On the Move. A Life, 2015]
Trad. Damià Alou
Anagrama, 2015
luis y oliver, mis moteros favoritos
«De niño me llamaban Tintero, y a mis setenta años todavía parece que siempre voy manchado de tinta.
  Comencé a llevar un diario cuando tenía catorce años, y la última vez que los conté había llegado casi a mil. Los tengo de todas las formas y tamaños, desde esos pequeños de bolsillo que llevo conmigo, hasta enormes tomos. Siempre guardo un cuaderno junto a la cama, para anotar mis sueños y también mis reflexiones nocturnas, y procuro tener uno junto a la piscina, o cuando nado en un lago o en la playa; nadar también suele producir muchos pensamientos que debo anotar, sobre todo si se presentan, como ocurre en ocasiones, en forma de frases o párrafos enteros.
  Cuando escribía Con una sola pierna, extraía mucho material de los detallados diarios que había llevado como paciente en 1974. También el Diario de Oaxaca se basaba en gran medida en mis cuadernos escritos a mano. Pero lo más habitual es que casi nunca repase los diarios que he llevado durante gran parte de mi vida. El acto de escribir es suficiente en sí mismo; sirve para clarificar mis pensamientos y sentimientos. El acto de escribir es una parte integral de mi vida mental; las ideas surgen y cobran forma en el acto de escribir.
  Mis diarios no están escritos para los demás, y yo tampoco los consulto casi nunca, pero son una forma especial e indispensable de hablar conmigo mismo.
  La necesidad de pensar en papel no se limita a los cuadernos. Se extiende a los dorsos de los sobres, a los menús, a cualquier trozo de papel que tenga a mano. Y a menudo transcribo frases que me gustan, las escribo o las mecanografío en trozos de papel de vivos colores y las pego en un tablón de corcho. Cuando vivía en City lsland, mi despacho estaba lleno de citas, unidas con anillas de encuadernar que colgaba de las barras de las cortinas que había sobre mi escritorio.
  La correspondencia es también una parte importan- tísima de vida. Por lo general, me encanta escribir y recibir cartas —es una comunicación con otras personas, con personas concretas—, y a menudo me siento capaz de escribir cartas cuando no puedo escribir, signifique lo que signifique Escribir (con mayúsculas). Guardo todas las cartas que recibo, y también una copia de las mías. Ahora, al intentar reconstruir partes de mi vida —como por ejemplo la época fundamental y pródiga en experiencias de cuando llegué a Estados Unidos en 1960—, estas cartas constituyen un gran tesoro, un correctivo a los engaños de la memoria y la fantasía.
   Una gran parte de lo que he escrito han sido mis notas clínicas... y durante muchos años. Con una población de quinientos pacientes en el Beth Abraham, trescientos residentes en el hogar de las Hermanitas de los Pobres, y miles de pacientes externos e internos en el Hospital Estatal del Bronx, he escrito más de mil anotaciones al año durante muchas décadas, y me ha encantado; mis notas son prolijas y detalladas, y otros han dicho que a veces se leen como si fueran una novela.
  Para bien o para mal, soy un narrador. Sospecho que esta afición a las historias, a la narrativa, es una inclinación humana universal, que tiene que ver con el hecho de poseer un lenguaje, una conciencia del yo, y una memoria autobiográfica.
  El acto de escribir, cuando ocurre con fluidez, me proporciona un placer, una dicha incomparables. Me lleva a otro lugar —da igual cuál sea el tema— en el que me hallo totalmente absorto y ajeno a pensamientos, preocupaciones y obsesiones que puedan distraerme, incluso al paso del tiempo. En esos raros y celestiales estados mentales puedo escribir sin parar hasta que ya no veo el papel. Sólo entonces me doy cuenta de que ha anochecido y me he pasado el día escribiendo.
  A lo largo de mi vida he escrito millones de palabras, pero el acto de escribir me sigue pareciendo algo tan nuevo y divertido como cuando empecé, hace casi setenta años.» (págs. 430-432)

Oliver Sacks en castellano
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martes, 17 de noviembre de 2015

Svetlana Alexievich: Voces de Chernóbil. Crónica del futuro

SVETLANA ALEXIEVICH
VOCES DE CHERNÓBIL
Crónica del futuro
[Tchernobylskaia Molitva, 1997]
Trad. Ricardo San Vicente
DeBolsillo, 2015
406 págs. | 11,95 €
SVETLANA ALEXIEVICH, Premio Nobel de Literatura, 2015
Svetlana Alexievich
Nobel de Literatura, 2015


DESASTRE NUCLEAR
26/04/1986

MONÓLOGO ACERCA DE LO QUE NO SABÍAMOS:
QUE LA MUERTE PUEDE SER TAN BELLA


[...] Sucedió en la noche del viernes al sábado. Por la mañana, nadie sospechaba nada. Mandé al crío al colegio; el marido se fue a la peluquería. Y yo me puse a preparar la comida. Mi marido regresó pronto diciendo: «En la central se ha producido no sé qué incendio. Las órdenes son no apagar la radio».
  He olvidado decir que vivíamos en Prípiat, junto al reactor. Hasta hoy tengo delante de mis ojos la imagen: un fulgor de un color frambuesa brillante; el reactor parecía iluminarse desde dentro. Una luz extraordinaria. No era un incendio como los demás, sino como una luz fulgurante. Era hermoso. Si olvidamos el resto, era muy hermoso. No había visto nada parecido en el cine, ni comparable. Al anoche- cer, la gente se asomaba en masa a los balcones. Y los que no tenían, se iban a casa de los amigos y conocidos. Vivía- mos en un noveno piso, con una vista espléndida. En línea recta habría unos tres kilómetros. La gente sacaba a los niños, los levantaba en brazos. «¡Mira! ¡Recuerda esto!» Y fíjese que eran personas que trabajaban en el reactor. Inge- nieros, obreros. Hasta había profesores de física. Envueltos en aquel polvo negro. Charlando. Respirando. Disfrutando del espectáculo.
  Algunos venían desde decenas de kilómetros en coches, en bicicleta, para ver aquello. No sabíamos que la muerte po- día ser tan bella. Y yo no diría que no oliera. No era un olor de primavera, ni de otoño, sino de algo completamente diferente, tampoco olor a tierra. No. Picaba la garganta, y los ojos lloraban solos [...]   Por la mañana, cuando amane- ció, miré a mi alrededor —no es algo que me invente ahora o que lo pensara después— y fue entonces cuando supe que algo no iba bien, que la situación había cambiado. Para siempre. A las ocho de la mañana, por las calles ya circulaban militares con máscaras antigás.
  Cuando vimos a los soldados y los vehículos militares por las calles, no nos asustamos, sino al contrario, recobramos la calma. Si el ejército ha venido en nuestra ayuda, todo será normal. En nuestra cabeza aún no cabía que el átomo de uso pacífico pudiera matar. Que toda la ciudad había podido no haberse despertado aquella noche. Alguien reía bajo las ventanas, sonaba la música.
  Después del mediodía, por la radio anunciaron que la gente se preparara para la evacuación: que nos sacarían de la ciudad para tres día, que lo lavarían todo y harían sus comprobaciones. A los niños les mandaron que se llevaran sin falta los libros. Mi marido, a pesar de todo, guardó en la cartera los documentos y nuestras fotos de boda. Yo, en cambio, lo único que me llevé fue un pañuelo de gasa por si hacía mal tiempo.
  Desde los primeros días sentimos sobre nuestra piel que nosotros, la gente de Chernóbil, éramos unos apestados. Nos tenían miedo. El autobús en que nos evacuaron se detuvo durante la noche en una aldea. La gente dormía en el suelo en la escuela, en el club. No había dónde meterse. Y una mujer nos invitó a ir a su casa. «Vengan, que les haré una cama. Pobre niño.» Y otra mujer, que se encontraba a su lado, la apartaba de nosotros: «¡Te has vuelto loca! ¡Están contaminados!». Cuando ya nos trasladamos a Moguiliov y nuestro hijo fue a la escuela, al primer día regresó corriendo a casa llorando. Lo sentaron junto a una niña, y la muchacha no quería estar a su lado, porque era radiactivo, como si por sentarse a su lado se pudiera morir. El chico estudiaba en la cuarta clase, donde resultó ser el único de Chernóbil. Todos le tenían miedo y lo llamaban «luciérnaga»..., «erizo de Chernóbil»... Me asusté al ver qué pronto se le había acabado al chico la niñez.
  A mí me salvó mi madre. En su larga existencia, mi madre había perdido su hogar en más de una ocasión, quedándose sin nada de lo que había conseguido en su vida. La primera vez, la represaliaron en los años treinta, se lo quitaron todo: la vaca, el caballo, la casa. La segunda vez fue un incendio: solo logró salvarme a mí, entonces una niña.
  —Hay que sobreponerse a esto —me calmaba—. Lo importante es que hemos sobrevivido.
  [...] A menudo sueño que mi hijo y yo vamos por las soleadas calles de Prípiat. Un lugar que hoy es ya una ciudad fantasma. Vamos y contemplamos las rosas; en Prípiat había muchas rosas; grandes parterres con rosas. Ha sido un sueño. Toda nuestra vida es ya un sueño [...] (págs. 267-271)
NADEZHDA PETROVNA VIGÓVSKAYA,
evacuada de la ciudad de Prípiat

viernes, 13 de noviembre de 2015

Thomas Bernhard y El sobrino de Wittgenstein (en los cafés de Viena)


Café Hawelka
«El típico café vienés, que es famoso en el mundo entero, lo he odiado siempre, porque todo lo que hay en él está contra mí. Por otra parte, durante decenios me sentía como en casa precisamente en el Bräunerhof, que siempre ha estado totalmente contra mí (como el Hawelka), lo mismo que en el Café Museum, y lo mismo que en otros cafés de Viena que frecuenté en mis años vieneses. He odiado siempre los cafés vieneses y he entrado una y otra vez en esos cafés vieneses odiados por mí, los he visitado a diario, porque, aunque siempre he odiado los cafés vieneses, y precisamente porque los he odiado siempre, he sufrido siempre en Viena la enfermedad del habitual del café, y he
Café Museum, Viena
Café Museum
padecido esa enfermedad del habitual del café más que cualquier otra. Y, para ser sincero, todavía hoy padezco esa enfermedad del habitual del café, porque se ha descubierto que esa enfermedad del habitual del café es la más incurable de todas mis enfermedades. He odiado siempre los cafés vieneses porque, en ellos, me he visto enfrentado siempre con mis iguales, ésa es la verdad, y no quiero verme ininterrumpidamente enfrentado conmigo mismo, ni mucho menos en el café, al que voy al fin y al cabo para escapar de mí, pero precisamente allí me enfrento conmigo mismo y con mis iguales. No me

Café Sacher
soporto a mí mismo, por no hablar de soportar a toda una horda de mis iguales, meditando y escribiendo. Evito la literatura, siempre que puedo, porque me evito a mí mismo, siempre que puedo, y por eso tengo que prohibirme en Viena ir a los cafés o, por lo menos, tener siempre cuidado, cuando estoy en Viena, de no ir en ningún caso, sea el que sea, a lo que se llama un café literario vienés. Pero como padezco la enfermedad del habitual del café, me veo obligado a entrar una y otra vez en algún café de literatos, aun cuando todo lo que hay en mí se resista. Cuanto más y más profundamente he odiado los cafés de literatos vieneses, tanto más a menudo y de forma tanto más intensa he entrado en ellos. Ésa es la verdad. Quién sabe cuál hubiera sido mi evolución si no hubiera conocido a Paul Wittgenstein precisamente en el punto culminante de esa crisis, que sin él me hubiera precipitado de cabeza probablemente en el mundo de los literatos, o sea, en el más abominable de todos los mundos, en el mundo de los literatos vieneses y en su ciénaga intelectual,
Bernhard en el Café Bräunerhof, Viena
El sobrino de Wittgenstein
THOMAS BERNHARD
[Wittgenstein Neffe, 1982]
Trad. MIGUEL SÁENZ
Anagrama, 2015
144 págs. | 7,90 €
porque sin duda eso hubiera sido lo más sencillo entonces, en el punto culminante de esa crisis, hacerme comodón y abyecto y, por consiguiente, acomodaticio y, por consiguiente, renunciar y mezclarme con los literatos. Paul me libró de ello, porque había aborrecido siempre también los cafés de literatos. Con motivo, de la noche a la mañana y más o menos para salvarme, fui con él al Sacher y no a los llamados cafés de literatos, al Ambassador y no al Hawelka, etcétera, hasta que pude permitirme otra vez ir a los cafés de literatos, en el momento en que dejaron de producir en mí su efecto letal. Porque los cafés de literatos producen un efecto letal en el escritor, ésa es la verdad.» (págs. 122-124)

lunes, 9 de noviembre de 2015

La grandeza de la vida (Dora y Franz)


Franz Kafka & Dora Diamant
"En el verano de 1923, durante una estancia a orillas del Báltico, Franz Kafka, enfermo de tubercu- losis y conocido como escritor sólo por unos pocos iniciados, conoce a la joven Dora Diamant. Kafka ha- rá lo que jamás habría imaginado: decide irse a vivir con una mujer y compartirlo todo con ella. En el Berlín de la República de Weimar, se atreve a disfrutar de una vida en común con Dora. No importan los precios, que aumentan cada día, tampoco las sucesivas mudan- zas ni el recelo de sus padres: hasta su muerte, en junio de 1924, y a excepción de unos días, Franz Kafka y Dora Diamant ya no se separarán."
La grandeza de la vida, Michael Kumpfmüller
LA GRANDEZA DE LA VIDA
Michael Kumpfmüller
[Die Herrlichkeit des Lebens, 2011]
Trad. Belén Santana López
Tusquets, 2015
«En cuestiones amorosas él sigue siendo una persona complicada, pero siempre es hermoso estar a su lado, ella se siente a gusto, no tiene prisa. Una vez, hacía poco, Dora le había dicho: Conmigo no tienes que ser tan cuidadoso, ante lo cual él se mostró sorprendido y respondió: Pero sí debo serlo conmigo; lo que parece cautela respecto a ti, no es más que cautela conmigo mismo.» (pág. 125)

«Lo más hermoso es cuando los dos están sentados en la habitación, cada uno a lo suyo, pues eso le recuerda a Berlín, las noches en las que él escribía en su presencia. El ambiente era tranquilo y denso, en cierto modo piadoso y ligero a la vez: él allí sentado, escribiendo, con la espalda inclinada sobre el escritorio como las primeras semanas, cuando ella casi se asustaba de su trabajo. Desde Praga ha llegado un ejemplar justificativo del relato de los ratones. Franz simplemente le ha mostrado el periódico donde se ha publicado, pero ella ha empezado a leerlo porque también Robert lo ha hecho y quiere saber qué opina ella. Franz ya le había hablado de los ratones. ¿Lo hizo en Berlín o fue ya desde Praga? A decir verdad, ella no quiere leer el relato, no tanto por los ratones, sino porque teme encontrarse con una verdad para la cual no está preparada, algo sobre ella y él, igual que aquella vez con la historia del topo, aunque en ese relato ella solo aparecía fugazmente. En forma de carne. Como algo que uno toma a demanda si se presenta la ocasión. Eso por entonces le había gustado, a pesar de sentir cierto sobresalto al comprobar lo sencilla que era la verdad. ¿Realmente lo era? Por suerte, este relato nuevo es muy distinto, mucho más delicado —eso le parece a ella—, contiene una leve burla respecto de Josefina, tras la que no le cuesta reconocer a Franz. En esta ocasión no hay ni rastro de ella misma, pero eso no es grave, aunque después sí resulta serlo, porque al final él está terriblemente solo, escribe sobre su muerte y sobre lo que quedará de él, a excepción de algunos recuerdos. Es lo peor que ha leído jamás. Por fortuna no hay nadie cerca, pasan muchos minutos de las once, así que allí está ella, sentada sin más, mirando hacia un futuro lejano y sin color, cuando él ya no esté, Dios mío, o tal vez ella misma, si es posible concebir semejante cosa, con la sensación inevitable de lo inútil que es todo.» (págs. 244-245)

:: Josefina la cantora o el pueblo de los ratones, Franz Kafka :: Mi vida con Franz Kafka, Dora Diamant :: Me enamoré de Kafka, Manuel Vilas (y yo) :: Lo que leo, lo cuento, Ana Blasfuemia :: Felice y Franz, J.A. Rojo ::
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