viernes, 4 de octubre de 2019

Mi cuerpo también, de Raquel Taranilla


Raquel Taranilla (Barcelona, 1981)
MI CUERPO TAMBIÉN
Los Libros del Lince, 2015 - 200 págs. - Bibl. Lesseps

La enfermedad desde el saber y la lectura, Nora Catelli
Pedro M. Domene habla con Raquel
Gabriela Wiener, también
La rebelión del oncocuerpo, Enrique Gavilán
[lo más intenso y lúcido que he leído sobre el cáncer]

«Quiero hacer notar que la doctora Cano empleó la palabra linfoma. En el discurso común sobre la enfermedad a menudo se recurre a eufemismos para ocultar términos que quiere eludirse. Hablar de una larga enfermedad en lugar de mencionar el cáncer es uno de los ejemplos más claros y conocidos: consiste en emplear un término general (un «hiperónimo», lo llamamos los lingüistas) para hacer referencia a un concepto particular, que se desea evitar. De modo semejante, se usa la forma neutra tumor, que difumina con habilidad la malignidad del cáncer. Recurrir a una palabra técnica y precisa como linfoma consigue por otra vía el mismo efecto de evitación. Es seguro que la doctora Cano tenía sólidos motivos para no hablar de cáncer —después de todo, para un médico el cáncer es algo tan vago que no significa casi nada— y es posible que pensase que yo tenía la formación suficiente como para comprender su explicación sin dificultad. Pero la realidad es que, en cuanto la doctora salió de la habitación, me lancé a preguntarle a Lluís, que había permanecido a mi lado, tengo cáncer, ¿verdad? En la película Amarga victoria hay un momento conmovedor en el que Bette Davis,11 a quien se le oculta que está mortalmente enferma, ojea a escondidas su historia clínica y descubre en ella las palabras prognosis negative. A pesar de que lo intuye, necesita preguntar por su significado para confirmar su valor funesto: pronóstico negativo. El cambio en su gesto entre el enterarse y el comprender es milimétrico —sus ojos se agrandan con levedad, su labios se congelan—. Las noticias cruciales detienen el tiempo, son como flores aviesas que se abren, mostrando con delicadeza sus radiantes pétalos letales.

A los pocos días Lluís me explicó que en el fondo era una fortuna que el tumor de mi columna fuese maligno. Si no lo entendí mal, los tumores benignos no reaccionan a ningún tratamiento químico y crecen y crecen sin solución. Teniendo en cuenta el lugar en el que estaba el tumor en mi cuerpo, de haber sido benigno me habría postrado en una silla de ruedas de forma irreversible, sin poderme mover por debajo del cuello. La malignidad de un tumor posibilita aniquilarlo por medio de la quimioterapia, así que la curación de mi mal parecía posible. De hecho, cuanto más agresivo sea un linfoma, es decir, cuanto más rápido sea su crecimiento, más sensible resulta al tratamiento. Por eso volvió a ser una suerte —extraña, extraordinaria— que unos días después la biopsia que se practicó en la Clínica Universitaria revelase que el mío era un linfoma linfoblástico de células B, un tipo de linfoma superágresivo. Había algo oriental en la bondad de situaciones tan terribles. Es una lástima, dije sonriendo ante la buena ventura que traía consigo la fatalidad, que yo ya no sea capaz ni de escribir un haiku.



§27. No logré quedarme a solas y pensar en las implicaciones del cáncer hasta última hora. Como en los días posteriores a la cirugía, desde temprano empezaron a llegar a mi habitación amigos y familiares. Vinieron a visitarme incluso familiares lejanos a los que hacía años que no veía. Me sentía obligada a escucharles y responder a sus preguntas estúpidas (¿cómo te encuentras?) durante demasiado tiempo. Me dolía el cuello y deseaba estar sola y tranquila. Al final de la tarde, me burlaba de ellos con David: estoy agotada, diles que vuelvan otro día. Diles que no voy a morirme tan rápido, así que todos tendrán tiempo de despedirse. Por la noche, ya en serio, le pedí a mi padre que frenase las visitas, pues con mis amigos más cercanos tenía suficiente. Esa determinación le costó un disgusto a mi madre —que se empeñó en ver en ella una muestra de mi desafecto hacia la familia y sus convenciones (los enfermos no sólo tienen un rol asignado por la práctica clínica, sino también por los usos familiares)—, pero para mí fue un descanso.

En la oscuridad nunca completa del hospital nocturno, me impuse hacer balance, pasar revista a las fuerzas que conservaba y tratar de conjeturar el futuro que tenía por delante. Quien no se haya enfrentado a un trance semejante puede creer que esa coyuntura ha de dar mucho que pensar, que ha de poder revelar los misterios profundos de la existencia humana, que debe de ser el umbral de la transformación en una persona nueva y más sabia. Para mi decepción, nada de eso ocurrió. Sentía una pena inmensa, pero la noticia del cáncer no me confirió sabiduría ni bondad. La creencia en el cáncer como hecho iniciático, que está bien presente en la concepción general que la sociedad tiene de esta enfermedad, es sencillamente una retribución ficticia por los daños sufridos: aquel que supera un cáncer no merece volver a las condiciones previas, pensamos, merece cuando menos un ascenso en su categoría moral. Tonterías. Ficciones. Falsas promesas.

Raquel Taranilla Miraba a través de la ventana las luces del barrio del Carmelo. Mi pensamiento no fue más allá de estoy jodida, tengo cáncer y de hay gente que se cura, ojalá yo también me cure. La frustración que sentí ante mí misma fue notable: me sentía superficial e indolente, capaz sólo de decir banalidades, poco perspicaz. Hace escasas semanas he encontrado consuelo; ha sido leyendo A l'ami qui ne m'a pas sauvé la vie, el libro de Hervé Guibert en el que cuenta los últimos momentos de la vida de Michel Foucault. Cuando Foucault ingresa en el hospital unas semanas antes de morir, dice unas palabras que sintetizan con exactitud lo que yo sentí aquella noche: «On croit toujours, d'un tel type de situation qu'II y aura quelque chose á en dire, et voilá qu'il n'y a justement ríen á en dite».12» (págs. 74-77)

11. Bette Davis murió en 1989 en el Hospital Americano de Neuilly, situado a las afueras de París, a la edad de 81 años, como consecuencia del cáncer de mama que padecía desde hacía tiempo.
12. Hervé Guibert murió de una enfermedad asociada al sida en 1991, a los 36 años de edad. Además de A l'ami qui ne m'a pas sauvé la vie, abordó el sida y su tratamiento médico en otros dos libros sobrecogedores, Le protocole compassionnel y L'homme au chapeau rouge, y en una película, La pudeur ou l'impudeur.

1 comentario:

Elena dijo...

Raquel Taranilla gana el premio Biblioteca Breve 2020 con Noche y océano, una novela que parodia el exceso de información y es una respuesta a Aire de Dylan. Felicidades, Raquel.

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...