«Cuando me harté de andar, entré en una cafetería que permanecía abierta toda la noche y me dispuse a esperar el primer tren leyendo y tomando otra taza de café. Poco después la cafetería se llenó de personas que, al igual que yo, esperaban el primer tren. El camarero se acercó y me preguntó si me importaba compartir la mesa con otros clientes. Accedí. Total, estaba leyendo. ¿Por qué iba a molestarme que se sentara alguien enfrente?
Dos chicas tomaron asiento. Tendrían una edad similar a la mía. Aunque no eran dos bellezas, no estaban mal. Tanto el vestido como el maquillaje de ambas eran discretos, y no parecían la clase de chicas que ronda a las cinco de la madrugada por Kabukichō. Pensé que algo debía de haberles sucedido para que hubieran perdido el último tren. Ellas suspiraron aliviadas al verme. Yo iba correctamente vestido, me había afeitado aquella misma tarde y, además, estaba absorto en la lectura de
La montaña mágica, de Thomas Mann.
Una de las dos chicas era alta y corpulenta, vestía una parka de color gris y unos vaqueros blancos, en las orejas lucía unos grandes pendientes con forma de concha, y cargaba una cartera de plástico grande. La otra era menuda, llevaba gafas, vestía una camisa a cuadros, una chaqueta azul y, en un dedo, lucía una sortija con una turquesa. Tenía dos tics: quitarse y ponerse las gafas y presionarse los ojos con las puntas de los dedos.
Ambas pidieron café con leche y dos trozos de pastel, y se lo tomaron despacio mientras discutían algo en voz baja. La chica alta inclinó varias veces la cabeza en ademán dubitativo, la menuda asintió otras tantas. La música de Marvin Gaye, o de los Bee Gees, me impidió entender lo que estaban diciendo, pero, por lo que pude colegir, la menuda estaba triste, o enfadada, y la otra intentaba tranquilizarla. Yo leía el libro y las observaba, alternativamente.
Cuando la chica menuda, bolso al hombro, se dirigió a los servicios, la otra me abordó. Yo dejé el libro y la miré.
—Disculpa. ¿Conoces algún bar por aquí cerca donde podamos tomar una copa?
—¿A las cinco de la madrugada? —le pregunté sorprendido.
—Sí.
—A las cinco y veinte de la mañana, la gente está tratando de que se le pase la borrachera o bien deseando llegar a casa.
—Lo sé —dijo ella avergonzada—. Pero a mi amiga le apetece tomar una copa. Tiene sus razones y...
—Me parece que no tendréis otro remedio que beber en casa.
—Ya... Pero yo tomo un tren para Nagano a las siete y media de la mañana.
—En ese caso, lo único que se me ocurre es que compréis unas bebidas en una máquina expendedora y os sentéis en la calle.
Me pidió que las acompañara porque dos chicas no podían hacer semejante cosa. Yo había tenido varias experiencias extrañas en
Shinjuku a aquellas horas, pero era la primera vez que dos desconocidas me invitaban a beber a las cinco y veinte de la madrugada. Me daba pereza negarme, y tampoco tenía otra cosa que hacer, así que me acerqué a una máquina expendedora de allí cerca, compré varias botellas de sake y algo para picar, y los tres nos dirigimos a la salida oeste de la estación y allí iniciamos nuestro improvisado festín.»
Tokio Blues (p. 114-116).
Haruki Murakami.
Traducción de
Lourdes Porta. Tusquets, 2005.