Jonathan Littell (Nueva York, 1967) ha ganado con Les bienveillantes el Premio Goncourt y el Grand Prix de la Académie Française, pero no fue a recogerlos porque opina que la literatura no forma parte de la sociedad del espectáculo, y que lo importante es el texto y no el autor. Para preparar este libro, Littell vivió en los lugares donde sitúa la acción, Ucrania, la región rusa de Stalingrado, el Cáucaso y Polonia, y obtuvo información de más de 200 libros de sus bibliotecas. Dice que tardó pocos meses escribir esta asombrosa historia, en la que trabajó durante un lustro y le rondaba la cabeza desde hacía una década.Maximilien Aue, el protagonista y narrador de Las benévolas (RBA en castellano) o Les benignes (Quaderns Crema en catalán), es un refinado intelectual alemán convertido en oficial de las SS, lo que permite a Littell repasar las crueldades cometidas por el Tercer Reich desde el punto de vista de los verdugos ya que, según ha dicho en alguna de las escasa entrevistas que ha concedido, quería abordar el tema desde la perspectiva de quienes "eligen convertirse en una porquería" y expresar que "la cultura no nos protege de nada, los nazis son la prueba". El narrador declara al principio del libro que asume sus acciones y que no intenta justificarse: sólo quiere explicar cómo fueron los hechos, y mostrar las situaciones y los acontecimientos que le llevaron a actuar como lo hizo. En cualquier caso, se trata de un libro inquietante y extraordinario -que también habla de nosotros- en cuya lectura llevo absorta varios días, con un atlas de Europa a un lado y un diccionario de alemán en el otro. Estos son dos párrafos del capítulo introductorio de esta deslumbrante novela:
- “Con frecuencia han comentado los filósofos políticos que, en tiempos de guerra, el ciudadano, el ciudadano varón al menos, pierde uno de sus derechos más elementales, el de vivir, y eso desde los tiempos de la Revolución Francesa y la invención del reclutamiento, que es ahora un principio universalmente admitido o casi. Pero pocas veces han dejado constancia de que ese ciudadano pierde al mismo tiempo otro derecho, no menos elemental y más vital quizá incluso para él en lo tocante a la idea que se hace de sí mismo en tanto en cuanto hombre civilizado: el derecho a no matar. Nadie nos pide opinión. El hombre que está a pie firme junto a la fosa común no ha pedido, en la mayor parte de los casos, estar en ese sitio, de la misma forma que tampoco lo ha pedido el que se halla tendido, muerto o moribundo, dentro de esa misma fosa.”
- “Para lo que hice, siempre hubo razones, buenas o malas, no lo sé; en cualquier caso, razones humanas. Los que matan son hombres, como también lo son los muertos; eso es lo terrible. Nunca podemos decir: no mataré nunca, es imposible; como mucho, podemos decir: espero no matar. Yo también lo esperaba; yo también quería vivir una vida buena y provechosa; ser un hombre entre los hombres, igual a los demás; yo también quería poner mi piedra en la obra común. Pero no se cumplió esa esperanza, y utilizaron mi sinceridad para realizar una obra que resultó ser mala y malsana, y crucé las sombrías orillas, y toda esa maldad se me metió en la vida y no existe reparación posible, y nunca la habrá. Tampoco las palabras sirven para nada, desaparecen como el agua en la arena, y esa arena me llena la boca. Vivo, hago lo que es factible, eso es lo que hace todo el mundo, soy un hombre como los demás, soy un hombre como vosotros. ¡Venga, si os digo que soy como vosotros!”
2 comentarios:
Con éste también me iría de copas (aunque probablemente no se presentaría a la cita alegando que lo importante es el alcohol, no el amigo).
Muy bueno.
OLI I7O
Pues a ver si lo convences porque yo también me apunto.
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