«Me llamo Mary Katherine Blackwood. Tengo dieciocho años y vivo con mi hermana Constance. A menudo pienso que con un poco de suerte podría haber sido una mujer lobo, porque mis dedos medio y anular son igual de largos, pero he tenido que contentarme con lo que soy. No me gusta lavarme, ni los perros, ni el ruido. Me gusta mi hermana Constance, y Ricardo Plantagenet, y la Amanita phalloides, la oronja mortal. El resto de mi familia ha muerto.
La última vez que eché un vistazo a los libros de la biblioteca que estaban en el estante de la cocina me di cuenta de que debería haberlos devuelto cinco meses atrás, y me pregunté si no habría escogido otros de haber sabido que esos serían los últimos, los que iban a quedarse para siempre en el estante de nuestra cocina. Nosotros casi nunca cambiábamos las cosas de sitio: los Blackwood nunca fuimos una familia muy dada a la agitación y al movimiento. Nos relacionábamos con pequeños objetos transitorios, los libros y las flores y las cucharas, pero en los cimientos siempre contamos con una sólida base de posesiones estables. Cada cosa tenía su lugar. Barríamos debajo de las mesas y las sillas y las camas y sacábamos el polvo de los cuadros y las alfombras y las lámparas, pero lo dejábamos todo donde estaba; los objetos de tocador de carey de mi madre nunca se movieron más de unos pocos milímetros. Los Blackwood siempre vivimos en esta casa, y lo manteníamos todo ordenado; en cuanto se sumaba una nueva esposa a la familia, se le encontraba un lugar para sus pertenencias, y de este modo nuestra casa fue acumulando varias capas de propiedades, que pesaban sobre ella y la afianzaban frente al mundo. Fue un viernes de finales de abril cuando traje a casa los libros de la biblioteca. Los viernes y los martes eran días horribles, porque iba al pueblo. Alguien tenía que ir a la biblioteca y al colmado; Constance nunca se alejaba más allá de su jardín, y el tío Julian no podía ir. Así que no era el orgullo lo que me llevaba al pueblo dos veces por semana, ni siquiera la tozudez, sino simplemente la necesidad de libros y comida.» (inicio) |
Shirley Jackson (EEUU, 1919–1965) | |
Siempre hemos vivido en el castillo (We Have Always Lived in the Castle, 1962) Shirley Jackson Posfacio: Joyce Carol Oates Traducción: Paula Kuffer Minúscula, 2012 |
lunes, 7 de enero de 2013
Shirley Jackson: Siempre hemos vivido en el castillo
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3 comentarios:
De FAMILIA MONSTER, Rodrigo Fresán, ABC Cultural, 5 de enero de 2013:
"Gran parte del escalofrío proviene de la magistral y poco fiable voz de la adolescente Mary Katherine «Merricat» Blackwood desgranando el espanto de amarse tanto en familia (junto a su temerosa hermana mayor, la frágil Constance, y su inválido y memorioso tío Julian) y de estar aislados y asediados por todo un pueblo de Nueva Inglaterra que los considera poco menos que monstruos."
"...Y cuya discusión sobre venenos y pócimas anticipa el final de una hechicera mayor. El de su creadora, que murió a los cuarenta y ocho años, alcohólica y adicta a las anfetaminas, obesa mórbida y, en los últimos meses, agorafóbica y encerrada en la pequeña habitación del castillo de sus pesadillas, que también -en lo poco que tardamos en leer este pequeño gran libro- son y serán las nuestras."
"Siempre hemos vivido en el castillo" ha sido el primer placer lector de 2013. Gracias a P., por cierto.
Sin contar (la) "Experiencia" de Martin Amis que disfruto (¿paladeo?) desde hace un par de semanas.
«La auténtica patria del escritor no es la lengua, sino el lenguaje»
[Juan Marsé en ABC, 1/1/2013]
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