En 2004, con motivo de la publicación de El tiempo de los trenes, Arcadi Espada conversó con Fernando Fernán-Gómez (1921-2007) para El País Semanal:P. Esta novela es una acumulación de estampas, sin un sentido que las una. Algo así como la vida.
R. Eso mismo.
P. ¿Una conclusión a la que se llega con el envejecimiento?
R. No necesariamente. A esta conclusión puede llegar mucho antes un observador avezado. Pero, desde luego, yo sí tenía la intención de que esta especie de novela fuese concebida sin trama, sin principio, sin final, casi sin relación entre uno y otro episodio. Pensé que así el relato podría tener un gran parecido con la vida. Y como si al construir así la novela hubiese una acusación a la llamada “novela realista”. En cuanto esta novela sí tiene una trama, una construcción ilusoria que delata que el realismo no es tal realismo, puesto que en nuestra vida no hay tal coherencia. El mérito de la novela tradicional es dársela, precisamente. Lo que yo pretendía con este experimento es ver si podía escribirse una novela sin tal coherencia. Y desde luego lo que yo no quería es que hubiese una..., una, sí, esta palabra tan usual de los profesores...
P. Moral.
R. No, tampoco una moral, desde luego. Pero no es la palabra... ¡Tesis! Tesis. Que no tuviera tesis. Que no se pudiera desprender una tesis de la vida real. Creo que cuando en la vida real un hombre inteligente encuentra una tesis es porque se la ha añadido él. También quería que sin necesidad de poner continuará se viera claro que no se ha llegado al final.
[...]
P. También tengo pocas dudas sobre el personaje que dice: “¡Estoy hasta los cojones de comprender!”. Ha comprendido a la CNT, a Azaña, al Caudillo, se ha pasado la vida comprendiendo y está hasta los cojones.
R. Cuando estaba escribiendo esta página la verdad es que me puse muy contento. Esto está bien, pensé, sin temor de autoelogiarme: no sólo es ingenioso sino verdadero. Porque es evidente que yo estoy hasta los cojones de comprender. Es evidente que yo ya he comprendido mucho. Incluso demasiado. Ahora bien: se me ocurrió de repente. Producto estricto de la escritura.
[...]
P. Usted no conoció a su padre. ¿Le causó algún problema el asunto?
R. Sí, durante mi adolescencia. Luego después ya no. Por una razón: por haber vivido yo en este mundo del teatro donde este hecho no es tan insólito. Yo he tenido la desgracia de ser hijo de padre desconocido; pero esto paliado por haberlo sido en una ambiente muy superior moralmente al del resto de la sociedad española. La profesión nuestra ya había llegado adonde ahora están llegando las leyes.
P. De todos modos, ¿cómo le contó su madre la circunstancia?
R. Yo me crié con mi madre y con mi abuela. Siendo chico, con siete u ocho años, ya me había enterado de la circunstancia. Porque mi madre era partidaria de no contármelo, pero mi abuela sí. Y como yo estuve más tiempo con mi abuela que con mi madre... Un día, en una habitación de la pensión donde vivíamos mi madre y mi abuela discutían sobre el hecho. Yo lo oía a través de la puerta. Mi madre reprendía a mi abuela que no hubiese mantenido la versión de que mi padre había muerto en un accidente. Por el contrario mi abuela sostenía que no convenía decirle al chico esas mentiras. Por lo demás había bastante literatura sobre mi tema. Recuerdo que había leído cosas de Dickens y un libro de Alphonse Daudet, Jack, creo que se llamaba. Estos libros estaban en casa de mi abuela y los leía y mi abuela me decía, “Mira lo mismo que a ti te ha pasado, pobrecito.”
[...]
P. Usted tiene más de ochenta años y una actividad casi espeluznante. Le oí cargar un día contra las inyecciones de resignación que se les pone a los hombres ya desde niños. Su actividad parece una forma contundente de no resignarse.
R. A mí siempre me ha parecido normal trabajar. Nunca he tenido, ni tengo, sensación de rebeldía ante el hecho indiscutible de tener que trabajar. Ahora tampoco. Cuando a mí alguien me dice, qué raro Fernando que hagas tantas cosas, el raro me parece en seguida el que lo dice. En cuanto al envejecimiento... En lo único que me atemoriza a mí, el hecho ya evidente, no ya de envejecer, sino de haber envejecido, es en el problema económico.
P. Es una constante de su vida. Hasta lo último. El eventual.
R. Eso mismo. ¡La palabra eventual! Yo debía de tener cuatro o cinco años cuando la oí por primera vez. Era mi abuela la que la decía: “¡No, por dios, eventual no!” Fue cuando me enteré que mi oficio era eso. Y sigue siéndolo. No puedo hacer lo que quiero.
[...]
P. Le he escuchado decir antes que va a escribir un libro sobre los fracasos.
R. Pero no sé si eso va a tener interés. A veces tengo visiones. Un ángel que me dice que eso no interesa a nadie.
P. ¡Todo lo contrario! No hay nada que interese más a la gente que los fracasos de los otros.
R. Puede que tenga razón. Pero los del marketing me dicen que sería más comercial una historia de mis triunfos.
P. Son buena gente, los del marketing.
R. Ja, ja, es verdad que la gente también disfruta con las penalidades ajenas. Yo lo que quería incluir, sobre todo, en ese libro son los hechos que para los demás pueden ser éxitos, pero que uno sabe que en realidad son fracasos. Una vez escribí en algún lugar que el éxito y el fracaso no son hechos sino sensaciones. Pero lo que ocurre con ese libro es que los fracasos son demasiados.
[...]
P. ¿Y en cuanto a la vida sentimental?
R. Esto es aún más complicado. La vida sentimental está demasiado de moda. Es excesivamente vulgar hablar de los fracasos o de los éxitos sentimentales
P. Los hijos. ¿Está satisfecho del oficio de padre?
R. Yo, yo..., no me he portado... Si el padre ha de ser una persona ejemplar y ser muy útil a sus hijos y todo eso, yo no me he portado bien. Yo me separé de mi mujer cuando mis hijos tenían como seis o siete años... He procurado seguir viéndoles pero nunca he representado la figura de un padre ejemplar. Ahora: no creo que esto sea un fracaso. Pero, ay, esto es muy difícil de explicar. Mire: Bernard Shaw en un ensayo dice que los que tienen obligación de educar a los hijos son los maestros y no los padres. Porque los padres no tiene por que haber recibido enseñanza de educadores y porque además los hijos cada dos o tres años son distintos. Son otros. En cambio el maestro tiene siempre a los mismos niños, a la misma edad: son especialistas en los cuatro, en los siete, en los once. Mientras que el padre, en cuanto ha aprendido a lidiar con el niño de siete años, pues el niño ya tiene once.
P. Le tranquilizaría Shaw.
R. No sé, no sé... Que no sé si lo leí antes o después de necesitarlo.
[...]
P. En un artículo que publicó hace unos años en El País iba recorriendo el camino de su vida a través de algunos libros. Los cuentos de Calleja fueron lo primeros.
R. Me los compraba mi abuela. Eran baratos y en algunos casos incluso los regalaban en las tiendas al comprar cosas. Debía de tener cinco o seis años y es mi primer recuerdo vinculado con la lectura.
P. Luego alude a los libros de aventuras. ¿Cuál?
R. Salgari. En uno de los colegios donde estudié tenían todos los libros de Salgari. La soberana del campo de oro, En las fronteras del Far West. No podían dejarse.
P. Más tarde los libros folletinescos.
R. A los catorce años, sí. Una novela folletinesca que me marcó para siempre. Tal vez el autor se enfadaría por que la llame folletinesca. En fin: Los miserables, de Víctor Hugo. Esta novela me produjo un vuelco en el cerebro. Vi en ella que la literatura servía para otras cosas al margen del entretenimiento. He vuelto a leerla otras veces, la última hace un par de años, y no me ha decepcionado nunca. Yo sé que esta obra ha estado muy desprestigiada a causa de lo que tiene de folletín; pero a mí me parece una obra maestra y me ha dado un inmenso placer releerla.
R. Eso mismo.
P. ¿Una conclusión a la que se llega con el envejecimiento?
R. No necesariamente. A esta conclusión puede llegar mucho antes un observador avezado. Pero, desde luego, yo sí tenía la intención de que esta especie de novela fuese concebida sin trama, sin principio, sin final, casi sin relación entre uno y otro episodio. Pensé que así el relato podría tener un gran parecido con la vida. Y como si al construir así la novela hubiese una acusación a la llamada “novela realista”. En cuanto esta novela sí tiene una trama, una construcción ilusoria que delata que el realismo no es tal realismo, puesto que en nuestra vida no hay tal coherencia. El mérito de la novela tradicional es dársela, precisamente. Lo que yo pretendía con este experimento es ver si podía escribirse una novela sin tal coherencia. Y desde luego lo que yo no quería es que hubiese una..., una, sí, esta palabra tan usual de los profesores...
P. Moral.
R. No, tampoco una moral, desde luego. Pero no es la palabra... ¡Tesis! Tesis. Que no tuviera tesis. Que no se pudiera desprender una tesis de la vida real. Creo que cuando en la vida real un hombre inteligente encuentra una tesis es porque se la ha añadido él. También quería que sin necesidad de poner continuará se viera claro que no se ha llegado al final.
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P. También tengo pocas dudas sobre el personaje que dice: “¡Estoy hasta los cojones de comprender!”. Ha comprendido a la CNT, a Azaña, al Caudillo, se ha pasado la vida comprendiendo y está hasta los cojones.
R. Cuando estaba escribiendo esta página la verdad es que me puse muy contento. Esto está bien, pensé, sin temor de autoelogiarme: no sólo es ingenioso sino verdadero. Porque es evidente que yo estoy hasta los cojones de comprender. Es evidente que yo ya he comprendido mucho. Incluso demasiado. Ahora bien: se me ocurrió de repente. Producto estricto de la escritura.
[...]
P. Usted no conoció a su padre. ¿Le causó algún problema el asunto?
R. Sí, durante mi adolescencia. Luego después ya no. Por una razón: por haber vivido yo en este mundo del teatro donde este hecho no es tan insólito. Yo he tenido la desgracia de ser hijo de padre desconocido; pero esto paliado por haberlo sido en una ambiente muy superior moralmente al del resto de la sociedad española. La profesión nuestra ya había llegado adonde ahora están llegando las leyes.
P. De todos modos, ¿cómo le contó su madre la circunstancia?
R. Yo me crié con mi madre y con mi abuela. Siendo chico, con siete u ocho años, ya me había enterado de la circunstancia. Porque mi madre era partidaria de no contármelo, pero mi abuela sí. Y como yo estuve más tiempo con mi abuela que con mi madre... Un día, en una habitación de la pensión donde vivíamos mi madre y mi abuela discutían sobre el hecho. Yo lo oía a través de la puerta. Mi madre reprendía a mi abuela que no hubiese mantenido la versión de que mi padre había muerto en un accidente. Por el contrario mi abuela sostenía que no convenía decirle al chico esas mentiras. Por lo demás había bastante literatura sobre mi tema. Recuerdo que había leído cosas de Dickens y un libro de Alphonse Daudet, Jack, creo que se llamaba. Estos libros estaban en casa de mi abuela y los leía y mi abuela me decía, “Mira lo mismo que a ti te ha pasado, pobrecito.”
[...]
P. Usted tiene más de ochenta años y una actividad casi espeluznante. Le oí cargar un día contra las inyecciones de resignación que se les pone a los hombres ya desde niños. Su actividad parece una forma contundente de no resignarse.
R. A mí siempre me ha parecido normal trabajar. Nunca he tenido, ni tengo, sensación de rebeldía ante el hecho indiscutible de tener que trabajar. Ahora tampoco. Cuando a mí alguien me dice, qué raro Fernando que hagas tantas cosas, el raro me parece en seguida el que lo dice. En cuanto al envejecimiento... En lo único que me atemoriza a mí, el hecho ya evidente, no ya de envejecer, sino de haber envejecido, es en el problema económico.
P. Es una constante de su vida. Hasta lo último. El eventual.
R. Eso mismo. ¡La palabra eventual! Yo debía de tener cuatro o cinco años cuando la oí por primera vez. Era mi abuela la que la decía: “¡No, por dios, eventual no!” Fue cuando me enteré que mi oficio era eso. Y sigue siéndolo. No puedo hacer lo que quiero.
[...]
P. Le he escuchado decir antes que va a escribir un libro sobre los fracasos.
R. Pero no sé si eso va a tener interés. A veces tengo visiones. Un ángel que me dice que eso no interesa a nadie.
P. ¡Todo lo contrario! No hay nada que interese más a la gente que los fracasos de los otros.
R. Puede que tenga razón. Pero los del marketing me dicen que sería más comercial una historia de mis triunfos.
P. Son buena gente, los del marketing.
R. Ja, ja, es verdad que la gente también disfruta con las penalidades ajenas. Yo lo que quería incluir, sobre todo, en ese libro son los hechos que para los demás pueden ser éxitos, pero que uno sabe que en realidad son fracasos. Una vez escribí en algún lugar que el éxito y el fracaso no son hechos sino sensaciones. Pero lo que ocurre con ese libro es que los fracasos son demasiados.
[...]
P. ¿Y en cuanto a la vida sentimental?
R. Esto es aún más complicado. La vida sentimental está demasiado de moda. Es excesivamente vulgar hablar de los fracasos o de los éxitos sentimentales
P. Los hijos. ¿Está satisfecho del oficio de padre?
R. Yo, yo..., no me he portado... Si el padre ha de ser una persona ejemplar y ser muy útil a sus hijos y todo eso, yo no me he portado bien. Yo me separé de mi mujer cuando mis hijos tenían como seis o siete años... He procurado seguir viéndoles pero nunca he representado la figura de un padre ejemplar. Ahora: no creo que esto sea un fracaso. Pero, ay, esto es muy difícil de explicar. Mire: Bernard Shaw en un ensayo dice que los que tienen obligación de educar a los hijos son los maestros y no los padres. Porque los padres no tiene por que haber recibido enseñanza de educadores y porque además los hijos cada dos o tres años son distintos. Son otros. En cambio el maestro tiene siempre a los mismos niños, a la misma edad: son especialistas en los cuatro, en los siete, en los once. Mientras que el padre, en cuanto ha aprendido a lidiar con el niño de siete años, pues el niño ya tiene once.
P. Le tranquilizaría Shaw.
R. No sé, no sé... Que no sé si lo leí antes o después de necesitarlo.
[...]
P. En un artículo que publicó hace unos años en El País iba recorriendo el camino de su vida a través de algunos libros. Los cuentos de Calleja fueron lo primeros.
R. Me los compraba mi abuela. Eran baratos y en algunos casos incluso los regalaban en las tiendas al comprar cosas. Debía de tener cinco o seis años y es mi primer recuerdo vinculado con la lectura.
P. Luego alude a los libros de aventuras. ¿Cuál?
R. Salgari. En uno de los colegios donde estudié tenían todos los libros de Salgari. La soberana del campo de oro, En las fronteras del Far West. No podían dejarse.
P. Más tarde los libros folletinescos.
R. A los catorce años, sí. Una novela folletinesca que me marcó para siempre. Tal vez el autor se enfadaría por que la llame folletinesca. En fin: Los miserables, de Víctor Hugo. Esta novela me produjo un vuelco en el cerebro. Vi en ella que la literatura servía para otras cosas al margen del entretenimiento. He vuelto a leerla otras veces, la última hace un par de años, y no me ha decepcionado nunca. Yo sé que esta obra ha estado muy desprestigiada a causa de lo que tiene de folletín; pero a mí me parece una obra maestra y me ha dado un inmenso placer releerla.
1 comentario:
Caminito que el tiempo ha borrado,
que juntos un día nos viste pasar,
he venido por última vez,
he venido a contarte mi mal.
Caminito que entonces estabas
bordado de trébol y juncos en flor,
una sombra ya pronto serás,
una sombra lo mismo que yo.
Desde que se fue
triste vivo yo,
caminito amigo,
yo también me voy.
Desde que se fue
nunca más volvió.
Seguiré sus pasos...
Caminito, adiós.
Caminito que todas las tardes
feliz recorría cantando mi amor,
no le digas, si vuelve a pasar,
que mi llanto tu suelo regó.
Caminito cubierto de cardos,
la mano del tiempo tu huella borró...
Yo a tu lado quisiera caer
y que el tiempo nos mate a los dos.
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