Capítulo IX
Otra vez mi pueblo
“A lo mejor Hécula no es como yo la veo. A lo mejor es un pueblo apacible, con un jardín municipal, una balsa donde los peces cazan miguitas de pan y raspas de sardinas. Es posible que el suelo de Hécula no sea seco y duro como un mendrugo en el talego de un vagabundo, sino tierno y aromado como el pan que sale del horno con las hojas de pino pegadas a la corteza. Quizá las campanas de Hécula no son tan pavorosas y lúgubres como yo digo, y aunque yo no los haya visto, allí hay también gallos jubilosos, ovejas sensibleras y gatos enamoradizos. Hasta puede ser que el canto nocturno de los “auroros”, ese canto que a mí me parece un quejido espantoso en el silencio de las noches invernales, sea un canto suave y pacífico como el de unos nuevos franciscanos que recorrieran las ciudades con una campanilla milagrosa, asustando a los lobos y a los murciélagos. ¿Será acaso que yo todo lo veo negro, que mis muertos se han interpuesto en mi retina como una moscarda en la herida de un niño? ¿Cómo será Hécula para los demás? No sé. No sé que decir. El caso es que yo no puedo, aunque quiera, ver húmedos sus surcos, ni calientes sus panales, ni entrañables sus árboles, ni gozosa su agua, ni risueños sus atardeceres. No. Yo creo que no es cosa de mi alma. La luz es rabiosa allí como el mordisco de un perro, y en Hécula, además, la gente se ahorca. No, no es cosa mía, es cosa del suelo, del aire, de los ojos, de la carne, de los espíritus.
[...]
A todo se acostumbran los pueblos, aunque es difícil que Hécula olvide a sus muertos del último día, que por estarlo menos, son más muertos que los que ya no son más que únicamente muertos. Hécula distingue mucho entre muerto, enterrado, difunto y cadaver. Hécula matiza mucho en esa materia.
Con todo, sería hermoso contemplar el pueblo al atardecer desde “El Tinajero”. Hécula no es como los demás pueblos. Hécula tiene fuego en el aire, tiene llamas en las nubes, tiene una ternura extraña en los rastrojos de pardos caminillos y un arrebato de belleza loca, desenfrenada, en el silencio de sus lúgubres noches. Hécula, aunque parezca raro, es un pueblo que se hace querer. Con un amor terrible, exasperado, violento, uno de esos amores (no se sabe tampoco si malditos o santos) que hacen un día odiar y otro, el menos esperado, llorar. Por eso, regresamos a Hécula al acabar la guerra. Porque nos moríamos de nostalgia, porque no sabíamos ni podíamos vivir sino hundidos en aquel delirio.”
Otra vez mi pueblo
“A lo mejor Hécula no es como yo la veo. A lo mejor es un pueblo apacible, con un jardín municipal, una balsa donde los peces cazan miguitas de pan y raspas de sardinas. Es posible que el suelo de Hécula no sea seco y duro como un mendrugo en el talego de un vagabundo, sino tierno y aromado como el pan que sale del horno con las hojas de pino pegadas a la corteza. Quizá las campanas de Hécula no son tan pavorosas y lúgubres como yo digo, y aunque yo no los haya visto, allí hay también gallos jubilosos, ovejas sensibleras y gatos enamoradizos. Hasta puede ser que el canto nocturno de los “auroros”, ese canto que a mí me parece un quejido espantoso en el silencio de las noches invernales, sea un canto suave y pacífico como el de unos nuevos franciscanos que recorrieran las ciudades con una campanilla milagrosa, asustando a los lobos y a los murciélagos. ¿Será acaso que yo todo lo veo negro, que mis muertos se han interpuesto en mi retina como una moscarda en la herida de un niño? ¿Cómo será Hécula para los demás? No sé. No sé que decir. El caso es que yo no puedo, aunque quiera, ver húmedos sus surcos, ni calientes sus panales, ni entrañables sus árboles, ni gozosa su agua, ni risueños sus atardeceres. No. Yo creo que no es cosa de mi alma. La luz es rabiosa allí como el mordisco de un perro, y en Hécula, además, la gente se ahorca. No, no es cosa mía, es cosa del suelo, del aire, de los ojos, de la carne, de los espíritus.
[...]
A todo se acostumbran los pueblos, aunque es difícil que Hécula olvide a sus muertos del último día, que por estarlo menos, son más muertos que los que ya no son más que únicamente muertos. Hécula distingue mucho entre muerto, enterrado, difunto y cadaver. Hécula matiza mucho en esa materia.
Con todo, sería hermoso contemplar el pueblo al atardecer desde “El Tinajero”. Hécula no es como los demás pueblos. Hécula tiene fuego en el aire, tiene llamas en las nubes, tiene una ternura extraña en los rastrojos de pardos caminillos y un arrebato de belleza loca, desenfrenada, en el silencio de sus lúgubres noches. Hécula, aunque parezca raro, es un pueblo que se hace querer. Con un amor terrible, exasperado, violento, uno de esos amores (no se sabe tampoco si malditos o santos) que hacen un día odiar y otro, el menos esperado, llorar. Por eso, regresamos a Hécula al acabar la guerra. Porque nos moríamos de nostalgia, porque no sabíamos ni podíamos vivir sino hundidos en aquel delirio.”
Con la muerte al hombro (1954)
J. L. Castillo-Puche (Yecla, 1919 - Madrid, 2004)
2 comentarios:
Qué potencia expresiva, compa Helena, la del autor -al que, por cierto, no conocía de absolutamente nada-. Todo un canto de amor desesperado y desesperante, vaya que sí, y un retrato muy vivo (y un pelín sobrecogedor, también) de su tierra.
Un abrazo.
Yecla siempre ha tenido fama de ser un pueblo duro y maldito. En las últimas décadas esto ha cambiado y, al menos desde el punto de vista económico, la situación ha mejorado bastante. De todas formas, por lo que me cuentan, JLCP nunca fue lo que se dice un hijo predilecto.
Y, como dice mi amiga N., "Brutal la descripción de Yecla, brutal."
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