«Durante el segundo curso de sus estudios en la Escuela Naval, Kóstylev encontró en Vladivostok una pequeña biblioteca privada, y en ella, algunos ejemplares gastados de libros franceses: Balzac, Stendhal, L'Éducation sentimentale de Flaubert, la Confession d'un enfant du siècle de Musset y Adolphe de Constant. No esperaba encontrar en ellos nada extraordinario; quería tan solo practicar la lengua. Pero el mundo que le descubrieron superó todas sus expectativas: era como un cuento de hadas. A partir de entonces, Kóstylev vivió en permanente estado de agitación. Se pasaba las noches leyendo, descuidó sus estudios, se saltó varias reuniones del partido, se encerró en sí mismo y dio la espalda hasta a los amigos más íntimos. Más tarde, intentaría en repetidas ocasiones explicarme el sentimiento que le había suscitado el descubrimiento de la literatura francesa.
—Caí enfermo de añoranza de algo indefinido —me decía mientras acariciaba con la mano sana su angulosa cabeza rapada—, respiré un aire diferente, como alguien que, sin saberlo, había vivido ahogándose durante toda su vida. Entiéndeme, no se trataba de los hechos allí narrados; al fin y al cabo, en todo el mundo la gente se ama, se muere, se divierte, urde intrigas y sufre. Se trataba de la atmósfera. Todo lo que leía parecía suceder en un clima subtropical mientras que yo, desde que nací, había vivido en un gélido vacío (...)
—Misha —le objetaba yo por meras ganas de llevarle la contraria—, pero si esto solo es literatura. Ni siquiera sabes cuánta miseria y cuánto sufrimiento hay en Occidente.
—Lo sé, lo sé —y negaba con la cabeza—, lo mismo me dijo el juez de instrucción después de los interrogatorios. Si alguna vez en la vida experimenté una sensación de libertad fue justamente en aquel tiempo en que leía los libros franceses del viejo Berger.» (De "La mano en el fuego", pp. 102-103)
—Caí enfermo de añoranza de algo indefinido —me decía mientras acariciaba con la mano sana su angulosa cabeza rapada—, respiré un aire diferente, como alguien que, sin saberlo, había vivido ahogándose durante toda su vida. Entiéndeme, no se trataba de los hechos allí narrados; al fin y al cabo, en todo el mundo la gente se ama, se muere, se divierte, urde intrigas y sufre. Se trataba de la atmósfera. Todo lo que leía parecía suceder en un clima subtropical mientras que yo, desde que nací, había vivido en un gélido vacío (...)
—Misha —le objetaba yo por meras ganas de llevarle la contraria—, pero si esto solo es literatura. Ni siquiera sabes cuánta miseria y cuánto sufrimiento hay en Occidente.
—Lo sé, lo sé —y negaba con la cabeza—, lo mismo me dijo el juez de instrucción después de los interrogatorios. Si alguna vez en la vida experimenté una sensación de libertad fue justamente en aquel tiempo en que leía los libros franceses del viejo Berger.» (De "La mano en el fuego", pp. 102-103)
Un mundo aparte (1951). Gustaw Herling-Grudziński (1919-2000). Libros del Asteroide, 2012. Traducción de Agata Orzeszek y Francisco J. Villaverde González.
Según The NYT: «Uno de los primeros testimonios de la vida y la muerte en la red soviética de prisiones y campos de trabajo y uno de los más poderosos.»
Según The NYT: «Uno de los primeros testimonios de la vida y la muerte en la red soviética de prisiones y campos de trabajo y uno de los más poderosos.»
2 comentarios:
De un libro que describe con tanta fuerza lo que fue aquel infierno, quizás ha sido un poco frívolo por mi parte destacar un momento de algo parecido a la felicidad.
Y como bien dijeron:
- Antonio Ramírez: "se trata de una recreación literaria más cercana a la realidad que la historia oficial".
- El profesor Josep Maria Lluró "potser el que hi diu l'Herling no és veritat, però és verídic".
Unos van por un sendero recto,
Otros caminan en círculo,
Añoran el regreso a la casa paterna
Y esperan a la amiga de otros tiempos.
Mi camino, en cambio, no es ni recto, ni curvo,
Llevo conmigo el infortunio,
Voy hacia nunca, hacia ninguna parte,
Como un tren sobre el abismo.
Anna Ajmátova
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