«A grandes rasgos.
Ahora, al empezar a escribir esto, es el 4 de octubre, por la tarde, del 2004.
Hace nueve meses y cinco días, aproximadamente a las nueve de la noche del 30 de diciembre de 2003, mi marido, John Gregory Dunne, en la mesa del salón de nuestro apartamento de Nueva York en la que acabábamos de sentarnos a cenar, sufrió aparentemente —o realmente— un repentino y severo ataque al corazón que le causó la muerte. Nuestra única hija, Quintana, llevaba cinco noches inconsciente en una unidad de cuidados intensivos de la Singer Division del Beth Israel Medical Center, por entonces un hospital en la avenida East End (cerró en agosto de 2004), más conocido como el Beth Israel North o el Antiguo Hospital de Médicos; lo que pareció un caso de gripe invernal lo bastante grave para ingresarla en urgencias la mañana de Navidad había derivado en neumonía y choque séptico. Esto es un intento por encontrar sentido al tiempo que siguió, a las semanas y meses que desbarataron cualquier idea previa que yo tuviera sobre la muerte, la enfermedad, la probabilidad y la suerte, la buena o la mala fortuna, sobre el matrimonio y los hijos y el recuerdo; sobre el dolor y los modos en que la gente se plantea o no el hecho de que la vida acaba; sobre la precariedad de la cordura y sobre la vida misma. He sido escritora toda mi vida. Como escritora, incluso de niña, mucho antes de que empezara a publicar lo que escribía, siempre tuve la sensación de que el significado radicaba en el ritmo de las palabras, las frases, los párrafos, una técnica para contener lo que pensaba o creía tras un refinamiento cada vez más impenetrable. Soy o he llegado a ser la forma en la que escribo; sin embargo, este es un caso en el que en vez de las palabras y sus ritmos desearía tener una sala de montaje equipada con un Avid, un sistema de edición digital en el que pudiera pulsar una tecla y la secuencia de tiempo se desintegrara para mostrarles simultáneamente todos los cuadros de la memoria que me asaltan en este momento y dejarles elegir las tomas, los diferentes comentarios al margen, las distintas lecturas de las mismas líneas. En este caso, para encontrar el significado, necesito más que palabras. En este caso necesito cualquier cosa que yo crea o me parezca inteligible, aunque sólo sea para mí misma.» (pp. 14-15)
Ahora, al empezar a escribir esto, es el 4 de octubre, por la tarde, del 2004.
Hace nueve meses y cinco días, aproximadamente a las nueve de la noche del 30 de diciembre de 2003, mi marido, John Gregory Dunne, en la mesa del salón de nuestro apartamento de Nueva York en la que acabábamos de sentarnos a cenar, sufrió aparentemente —o realmente— un repentino y severo ataque al corazón que le causó la muerte. Nuestra única hija, Quintana, llevaba cinco noches inconsciente en una unidad de cuidados intensivos de la Singer Division del Beth Israel Medical Center, por entonces un hospital en la avenida East End (cerró en agosto de 2004), más conocido como el Beth Israel North o el Antiguo Hospital de Médicos; lo que pareció un caso de gripe invernal lo bastante grave para ingresarla en urgencias la mañana de Navidad había derivado en neumonía y choque séptico. Esto es un intento por encontrar sentido al tiempo que siguió, a las semanas y meses que desbarataron cualquier idea previa que yo tuviera sobre la muerte, la enfermedad, la probabilidad y la suerte, la buena o la mala fortuna, sobre el matrimonio y los hijos y el recuerdo; sobre el dolor y los modos en que la gente se plantea o no el hecho de que la vida acaba; sobre la precariedad de la cordura y sobre la vida misma. He sido escritora toda mi vida. Como escritora, incluso de niña, mucho antes de que empezara a publicar lo que escribía, siempre tuve la sensación de que el significado radicaba en el ritmo de las palabras, las frases, los párrafos, una técnica para contener lo que pensaba o creía tras un refinamiento cada vez más impenetrable. Soy o he llegado a ser la forma en la que escribo; sin embargo, este es un caso en el que en vez de las palabras y sus ritmos desearía tener una sala de montaje equipada con un Avid, un sistema de edición digital en el que pudiera pulsar una tecla y la secuencia de tiempo se desintegrara para mostrarles simultáneamente todos los cuadros de la memoria que me asaltan en este momento y dejarles elegir las tomas, los diferentes comentarios al margen, las distintas lecturas de las mismas líneas. En este caso, para encontrar el significado, necesito más que palabras. En este caso necesito cualquier cosa que yo crea o me parezca inteligible, aunque sólo sea para mí misma.» (pp. 14-15)
El año del pensamiento mágico, Joan Didion
(The year of magic thinking, 2005)
Trad. Olivia de Miguel. Global Rhythm, Barcelona, 2007
(The year of magic thinking, 2005)
Trad. Olivia de Miguel. Global Rhythm, Barcelona, 2007
3 comentarios:
La vida cambia rápido.
La vida cambia en un instante.
Te sientas a cenar, y la vida que conoces se acaba.
El tema de la autocompasión.
"La experiencia del dolor fue obsesiva para mí": entrevista de Eduardo Lago a Joan Didion (sept. 2006) cuyo recorte guardo en el libro. Quizás fue uno de los motivos por los que lo leí (enero 2007).
Más, también de Eduardo Lago: "Entre dos muertes".
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