«Abrí con resignación La tapadera, me salté doscientas páginas, retrocedí otras cincuenta; por casualidad di con una escena guarra. La intriga había avanzado bastante: Tom Cruise estaba ahora en las islas Caimán, poniendo a punto no se qué dispositivo de evasión fiscal; o denunciandólo, no estaba claro. Sea como fuere, conocía a una espléndida mestiza, y la chica no se asustaba de nada. [...] Yo me la estaba machacando con ganas, intentando imaginar mestizas con minúsculos trajes de baño en mitad de la noche. Eyaculé con un suspiro de satisfacción entre dos páginas. Se iban a pegar; bueno, tampoco era un libro de los que se leen dos veces. [...] Lo intenté con mi otro best-seller norteamericano, Control total, de David G. Balducci; pero era todavía peor. Esta vez el héroe no era un abogado, sino un joven informático superdotado que trabajaba ciento diez horas por semana. [...] Hice un agujero en la arena para enterrar los dos libros; el problema es que ahora tenía que encontrar algo que leer. Vivir sin leer es peligroso, obliga a conformarse con la vida, y uno puede sentir la tentación de correr riesgos. A los catorce años, una tarde en que la niebla era especialmente densa, me perdí esquiando; tuve que atravesar zonas de aludes. Recordaba sobre todo las nubes plomizas, muy bajas, y el silencio absoluto de la montaña. Sabía que aquellas masas de nieve podían desprenderse de pronto [... ] Me arrastrarían varios cientos de metros en su caída, hasta el pie de las rocas; entonces moriría, probablemente en el acto. Sin embargo, no sentía el menor miedo. Me fastidiaba que las cosas acabaran así, por mí y por los demás. Habría preferido una muerte mejor preparada, en cierto modo más oficial, con una enfermedad, una ceremonia y lágrimas. Lo que más sentía, en realidad, era no haber conocido el cuerpo femenino. Durante los meses de invierno, mi padre alquilaba el primer piso de su casa; aquel año lo había cogido una pareja de arquitectos. Su hija, Sylvie, también tenía catorce años; parecía sentirse atraída por mí, o por lo menos buscaba mi presencia. Era menuda, graciosa, y tenía el pelo negro y rizado. ¿Tendría también el sexo negro y rizado? Ésas son las ideas que me venían a la cabeza mientras caminaba penosamente por la ladera de la montaña. Desde entonces, me he preguntado a menudo por qué, en presencia del peligro, incluso de una muerte próxima, no siento ninguna emoción especial, ninguna descarga de adrenalina. Yo buscaría en balde esas sensaciones que atraen a los que practican «deportes extremos». No soy nada valiente, y huyo del peligro tanto como puedo; pero llegado el caso, lo recibo con la placidez de un buey. Supongo que no hay que buscarle más explicación, que es sólo un asunto técnico, una cuestión de dosificación hormonal; parece que otros seres humanos, en apariencia semejantes a mí, no sienten la menor emoción en presencia del cuerpo de una mujer, que en aquella época me sumía, y a veces todavía lo hace, en trances imposibles de controlar. En la mayoría de las circunstancias de mi vida, he sido poco más o menos tan libre como un aspirador.» (págs. 84-87) |
PLATAFORMA Michel Houellebecq (Plateforme, 2001) Trad. Encarna Castejón Anagrama, 2002 320 págs. | 10,90 € [fragmento]
De la editorial: "Michel, parisino, funcionario, cua- rentón, apocado y apático, incapaz de experimentar ninguna emoción, parte de vacaciones a Tailandia para olvidarse de todo y sumer- girse en un paraíso de placer en el oasis del turismo sexual. Allí conoce a Valé- rie, directiva de Nouvelles Frontières y con ella decide crear una red mundial de colonias turísticas en las que el sexo se practique libre- mente, los deseos estén en venta y la prostitución sea legal. [...] Una novela que ha conmocionado a Francia por su provocadora visión del cinismo erótico de la sociedad de consumo.
[mucho menos que los otros]
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lunes, 27 de octubre de 2014
Michel Houellebecq: Plataforma
jueves, 23 de octubre de 2014
Marc Bernard: La muerte de la bien amada
«La habría preferido más humana, y en cierto modo lamentaba que se negase a hablar. Me parecía que su silencio nos privaba de lo esencial, lo que nos habría permitido sondear nuestras propias profundidades. Cuando tan cerca estaba de perderla, anhelaba descender a las simas de su alma. Avanzaba con prudencia, con timidez, evitando por todos los medios violar su reserva, sabedor de que Else no debía perder ni una pizca de su fortaleza y, sin embargo, lamentaba que no pudiésemos mantener una conversación en la que confiarnos lo más valioso, lo más secreto, explorar los fundamentos de nuestra condición, de nuestra desgracia, como quien se deja caer para hallar una base en la que apoyarse. Parecía no oírme en estos casos; se negaba a interpretar mis sutiles alusiones. Y, una vez más, no se equivocaba. Creo que callaba para no dar más entidad a su muerte al evocarla; se encontraba más a gusto tratándola de soslayo, dándole el mínimo protagonismo, dejando que acudiera despacio sin que atenciones de ninguna clase señalasen que la sabía próxima, dejándose expoliar furtivamente. Fue esa misma sabiduría la que la alentó a consumir sólo agua en los últimos diez días, sumando su propio desgaste al de la enfermedad. Yo insistía en darle de comer, pero Else se negaba. Es cierto que ya sólo digería a costa de un gran malestar. Su intención, y en ella ponía todo su empeño, era tratar de morir al menor coste, lo menos dolorosamente posible. Ella, tan inteligente, ponía en práctica una sabiduría animal. Así mueren las bestias.» (págs. 27-28) |
LA MUERTE DE LA BIEN AMADA MARC BERNARD (Nimes, 1900-1983) (La Mort de la bien aimée, 1972) Trad. Regina López Muñoz Errata naturae, 2014 Col. El Pasaje de los Panoramas 144 págs | 14,50 € [primeras páginas] |
martes, 14 de octubre de 2014
Forges, otoño 2014
jueves, 9 de octubre de 2014
Rosa Montero: Historias de mujeres (asombrosas)
lunes, 6 de octubre de 2014
Te amo Antinea y me enloqueces
«—¿Y luego? —Luego, pues murió como todos - dijo la vieja, asombrada de mi pregunta. —¿Y de qué murió? Me contestó con las mismas palabras que el señor Le Mesge. —Pues de lo que los demás: de amor. —De amor—siguió diciendo. —Todos mueren de amor cuando ven que se les ha acabado el tiempo y que Cegheir-ben-Cheij parte en busca de otros. Muchos tuvieron una muerte dulcísima, y expiraron con los ojos llenos de lágrimas. No dormían ni probaban bocado. Un oficial de Marina francés perdió el juicio. Cantaba por las noches un triste canto de su tierra que resonaba en toda la montaña. Otro, un español, se puso como rabioso; quería morder a todo el mundo y hubo que matarlo. Muchos murieron por efecto del kif; un kif más violento que el opio. Cuando dejan de ver a Antinea ya no hacen más que fumar y fumar. La mayor parte han muerto así... Y han sido los más dichosos.» (pág. 170) |
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Pierre Benoit (1886-1962) LA ATLÁNTIDA L'Atlantide (1919) Trad. Rafael Cansinos-Assens SGEL, Barcelona, 1945 |
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