A. M. Homes (Washington, 1961)
LA HIJA DE LA AMANTE
[The Mistress's Daughter, 2007]
Trad. Jaime Zulaika
Anagrama, 2008 -224 págs. - bibl. Caudete
[Amy Michael indaga en su historia familiar y en
el interés de los estadounidenses por la genealogía]
«Me veo obligada a buscar más información: siempre he sabido cosas que no sé que sé. Retazos inidentificables visitan mi pensamiento como en alguna parte entre el sueño y la realidad, pero ahora quiero comprender lo que sé y por qué. La búsqueda de raíces en el siglo XXI es radicalmente distinta de como fue en los años noventa. Ahora todo gira en torno a Internet: Google, Ancestry.com, RootsWeb y JewishGen. Gira en torno a tablas de mensajes electrónicos y árboles genealógicos presentados al usuario, y todo ello muy lejos de los días en que sacabas la Biblia de la familia y comprobabas los nombres escritos en la portada, en que los primos vivían al lado, en que te sentabas a hablar con ancianos que, aunque no fueran parientes, habían conocido íntimamente a generaciones de tu familia.
En Internet, en cuestión de segundos puedes localizar lo perdido hace mucho tiempo y crear un retrato de familia con los retales de información que flotan al azar como átomos aplastados, como moléculas fracturadas y ansiosas de volver a conectarse. Cada pista conduce a una nueva; primero descubres que hay varias versiones de la persona que estás buscando: las erróneas, las casi correctas y después la buena.
La búsqueda genealógica es actualmente una de las aficiones más practicadas en Estados Unidos; en ciertos aspectos es más parecida a un deporte, coleccionar antepasados como cromos de béisbol. Es también una especie de método de teleadicto de viajar por el tiempo: es algo que se hace a solas, a deshoras, en un mundo virtual: y, sin embargo, se trata de conectar, de reanudar el contacto, y es adictivo. Dedico a ello las veinticuatro horas del día, soy una Sherlock Holmes del siglo XXI que intenta que esta era de la información trabaje para mí. Pago doscientos dólares para afiliarme a Ancestry.com. Compro multi-paquetes electrónicos de artículos del archivo del Washington Post. Me paso la vida tecleando los datos de mi tarjeta de crédito: compro a ciegas cualquier cosa que pudiera ser importante.
Empiezo por los padres de mi padre. No sé sus nombres, sólo sé que mi madre le dijo a mi padre que estaba embarazada el día en que murió la madre de él: así que imagino que debió de ser en 1961. Busco en el archivo del Washington Post y allí está: mi abuela Georgia Hecht, fallecida el 11 de abril de 1961. (No hace tanto tiempo, en mi libro de cuentos Cosas que debes saber, escribí sobre una mujer soltera que se queda embarazada. Llama Georgica a su hila. ¿Conciencia o coincidencia?» (págs. 133-134)
«Firmo el contrato para el proyecto genealógico del National Geographic. Pago cien dólares y me raspo la cara interior de la mejilla, dos veces durante un periodo de veinticuatro horas —recogiendo ADN—, y lo envío, como para afiliarme a la familia humana. Conectada a la red localizo otra prueba de ADN que promete revelarme los nombres más probables de mis antepasados. Pienso que es realmente interesante y extraño que una mujer, cuando se casa, tradicionalmente pierda su nombre, absorbida por el apellido del marido: en efecto, se pierde, se evapora de todos los registros donde aparece su nombre de soltera. A la postre comprendo la ira del feminismo: la idea de que como mujer eres una propiedad que tu padre transmite a tu marido, pero nunca eres un individuo con una existencia independiente. Y la otra cara de la moneda es que es uno de los pocos medios legítimos de desaparecer: nadie lo cuestiona.
Meses después me conecto a la red, tecleo el número de identificación que me dieron con el equipo de la prueba y recibo la información de que mi ADN pertenece al haplogrupo U, y que sí, como toda mujer, desciendo de la «Eva mitocóndrica». Pero ¿quién era ella? ¿Puedo consultar en AnyWho.com? ¿Puedo escribirle una carta? Con la información facilitada, averiguo muy poco de mi viaje genético. Me dan la opción de imprimir documentos de alta resolución, entre ellos un certificado personalizado que dice que he participado en el proyecto genográfico, pero aparte de esto pienso que he desembolsado cien dólares para descubrir algo que ya sé: soy pariente de todo el mundo.» (pág. 156)
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