domingo, 30 de septiembre de 2018

El boxeador polaco, de Eduardo Halfon

Eduardo Halfon (Guatemala, 1971)
El boxeador polaco
Pre-Textos, 2008 - 112 págs. el cuento completo
- Débora también lo devoró
- Literatura mayúscula
- Mario (Hinojos) lee a Eduardo (Halfon)
[otra temprana exquisitez de Halfon]
«Me estaba moviendo entre ellos como si quisiera encontrar la salida de algún laberinto. El carácter doble de la forma del cuento, leímos juntos del ensayo de Ricardo Piglia, y ya no me sorprendió ver todos aquellos semblantes repletos de acné y la más tierna confusión. Un cuento siempre cuenta dos historias, leímos. Un relato visible esconde un relato secreto, leímos. El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto, leímos, y entonces les pregunté si habían entendido algo, cualquier cosa, y era como estar hablándoles en algún dialecto africano. Silencio. Y audaz, impávido, seguí adentrándome en el laberinto. Varios estaban medio dormidos. Otros hacían dibujitos. Una muchacha demasiado flaca jugaba aburridamente con su rubia melena, enroscándose y desenroscándose el flequillo alrededor del índice. A su lado, un chico bonito se la estaba comiendo con la mirada. Y desde el más profundo mutismo, me llegó un retintín de cuchicheos y risas contenidas y chicles masticados y, entonces, como todos los años, me pregunté si esa mierda en verdad valía la pena.
    No sé qué hacía enseñándoles literatura a una caterva de universitarios, en su mayoría, analfabetos. Cada comienzo de ciclo, ingresaban a la universidad aún emanando un aroma a cachorritos lúgubres. Bastante descarriados pero con la fachosa noción de no estarlo, de ya saberlo todo, de poseer un entendimiento absoluto sobre los secretos que gobiernan el universo entero. Y para qué la literatura. Para qué un curso más escuchando a un pendejo más hablar aún más pendejadas literarias, y cuán maravillosos son los libros, y cuán importantes son los libros, y entonces mejor quítense de mi camino porque me las puedo solo, sin libros y sin pendejos que todavía creen que la literatura es una cosa importante. Algo así pensaban, supongo. Y supongo que, de cierto modo, viendo todos los años su misma expresión de altanería y percibiendo esa misma mirada tan soberbia e ignorante, los entendía perfectamente, y casi les daba la razón, y reconocía en ellos algún rastro de mí mismo.
      Es como las estrellas.
    Me di la vuelta y observé a un chico moreno y delgado cuyo frágil semblante, por algún motivo, me hizo pensar en un rosal, pero no en un rosal frondoso, sino en uno triste, seco, sin rosa alguna. Varios alumnos se estaban riendo.
      ¿Perdón?
    Es como las estrellas, susurró él de nuevo. Le pregunté su nombre. Juan Kalel, dijo igual de quedito, sin verme. Le pedí que nos explicara qué quería decir con eso y él permaneció callado durante unos segundos, como para poner en orden sus pensamientos. Que las estrellas son las estrellas, dijo tímidamente, y otra vez algunas risitas, pero le supliqué que continuara. Pues eso, dijo, las estrellas son las estrellas que nosotros vemos, pero también son algo más, algo que no vemos pero que igual está allí arriba. No dije nada, dándole tiempo y espacio para que profundizara un poco más. Si las ordenamos, entonces también son constelaciones, susurró, que también representan signos zodíacos, que a su vez nos representan a cada uno de nosotros. Le dije que muy bien, pero qué tenía que ver eso con un cuento. De nuevo guardó silencio y, mientras duró ese silencio, me dirigí al escritorio donde había dejado el café con leche y me tomé un largo y tibio sorbo. O sea, dijo con dificultad, como si le pesaran las palabras, un cuento es algo que vemos y podemos leer, pero también, si lo ordenamos, es algo más, algo que no vemos pero que igual está allí, entrelineas, sugerido.» (LEJANO, págs. 11-13)

miércoles, 26 de septiembre de 2018

El hijo del héroe, de Karla Suárez

Karla Suárez (La Habana, 1969)
EL HIJO DEL HÉROE
Ed. Comba, 2017 - 340 págs. - inicio
Aglomeración, Francisco Solano
[regulín (mejor ella que el libro)]
«Un día colgué una entrada en el blog que despertó unos comentarios desfavorables. Alguien escribió que no estaba de acuerdo con lo que yo decía, porque las cosas no habían sido exactamente así y luego otro lo apoyó. Por los argumentos y el tono, que era muy amable, eso sí, supe que se trataba de hombres de la generación de Berto. Entonces aproveché esa coyuntura para llamarlo por teléfono. Necesitaba contarle algo le dije. Aunque mi intención principal era medir qué tal andaban las cosas entre nosotros. Él se mostró contento de escucharme.

Aquella conversación fue larga. Empecé contándole lo sucedido con el blog y por ahí seguí, mis lectores me habían hecho reflexionar sobre lo complejo que era intentar poner orden en aquella guerra [Angola]. La historia es muy complicada, le dije. Cuando están pasando las cosas, uno sólo puede alcanzar lo ínfimo que sucede a su alrededor y entonces no entiende nada. Cuando pasa el tiempo y alguien se pone a recopilar información para tratar de entender lo sucedido entonces, tampoco se entiende nada, porque hay más puntos de vista, fuentes que aseguran cosas que desmienten los otros y partes que no revelan la verdad. En fin, ¿dónde estará la verdad? Yo mientras más leía, menos entendía y mientras más escribía en mi blog, más voces distintas aparecían para decirme que estaba equivocado, que no había sido exactamente así o que estaban de acuerdo porque así mismo era. Me pareció que Berto sonreía des del otro lado del teléfono al decirme que me iba a volver loco pero, antes de hacerlo, debía comprender que ése era el problema de las guerras: tenían siempre varias verdades juntas y ninguna era suficiente para merecer ir a la guerra. Pero yo debía seguir con mi investigación, era importante.

— Tú sabes por qué a los gobiernos le gustan los jóvenes? —me preguntó—, porque los jóvenes no tienen memoria, sus mentes están frescas y vacías, lo único que tienen es pasión y ésa no hay que ser un genio para saber manipularla. Por eso es importante la memoria, para no ser manipulados —concluyó.

Berto no parecía molesto conmigo y entonces aproveché, finalmente, para comentarle lo que más me preocupaba. Hace rato quería decirte una cosa, comencé como para tomar impulso. Él dijo dime y continué. Le agradecía enormemente su confianza hacía mí, él se había convertido en uno de mis mejores amigos y esperaba que no fuera a pensar que me parecía mal lo que me había contado la última vez que nos habíamos visto. Volví a sentir su sonrisa, él no pensaba nada, afirmó, la guerra estaba llena de historias y él tan sólo me había contado la suya. Yo era un buen muchacho y para él era como un hijo, no debía preocuparme. Sonreí aliviado. Antes de colgar anunció que volvería a Lisboa para el cumpleaños de su hija, que me avisaría para vernos. Dije que por supuesto y nos despedimos.» (págs. 226-227)


viernes, 21 de septiembre de 2018

L’art de portar gavardina, de Sergi Pàmies


Sergi Pàmies
L'ART DE PORTAR GAVARDINA
Quaderns Crema, 2018 - 125 pàgs. - inici
[torrencial, tendre, lúcid, un (breu) plaer]

«La prova que va ser coherent amb els seus principis és que quan [Teresa Pàmies] ja no va poder reciclar el que vivia en articles, llibres o col·laboracions radiofòniques, la mare es va morir. Dit així pot semblar brusc, però el cert és que la manera com es va resistir a la decrepitud va portar-la fins al límit de l'obstinació. En realitat, aplicava una filosofia encarnada en més de trenta llibres publicats amb un tema gairebé únic: la seva vida. Per això no va deixar d'escriure ni a la residència, on es va entestar a enclaustrar-se amb l'argument que no volia ser una càrrega per ningú, ni, en els dos últims anys, a casa del meu germà i la meva cunyada, que li van demostrar que sovint val més ser una càrrega a casa que un problema fora. Vaig seguir de prop aquesta evolució de l'orgull d'assistència geriàtrica, reivindicat com a signe d'independència (sobretot d'ençà de la mort del meu pare), a la dependència esclavitzant. En l'escalafó familiar, ser escriptor em situava en la posició adequada per assumir la missió d'interpretar—si més no d'intentar-ho—les seves peticions. Si m'esforço a ser rigorós, he de situar l'inici del deteriorament quan la mare va deixar de fer servir la màquina d'escriure. Ja no tenia les facultats per teclejar amb la llegendària energia habitual. Amb orgull de mecanògrafa autodidacta amanit amb tota mena de sermons contra la informàtica entesa com a instrument capitalista d'alienació, s'havia resistit a fer servir ordinadors. Però per demostrar que no era reaccionària (reaccionari era un dels adjectius preferits), considerava que el pas de la màquina mecànica a l'elèctrica era el súmmun del progrés.» (pàgs. 31-32)

lunes, 17 de septiembre de 2018

Un día en la vida de una mujer sonriente, de Margaret Drabble


Margaret Drabble (Reino Unido, 1939)
UN DÍA EN LA VIDA DE UNA MUJER SONRIENTE
[A Day in the Life of a Smiling Woman, 2011]
Trad. de Miguel Ros González
Impedimenta, 2017 - 272 págs. - inicio - Bibl. lesseps
— Mejor la piedra
[me chirriaba todo]

«Había una mujer. Tenia treinta y tantos año y era muy famosa, en cierto sentido. La verdad es que no pretendía serlo: sencillamente, la fama le había llegado sin mucho esfuerzo por su parte. [...] Su marido también era muy famoso pero solo para la gente que sabia a lo que se dedicaba. Su fama solo abarcaba su mundo. Era el editor de un semanal, de manera que tenía bastante influencia sobre cierta gente. De hecho, fue su influencia lo que le proporcionó el trabajo a Jenny. Se estaba empezando a aburrir, su hijo pequeño iba a la guardería y los mayores al colegio, así que su marido le buscó algo con lo que mantenerse ocupada. Pregunto a unos cuantos amigos y, al final, le encontró un trabajito agradable en un canal de televisión. Sin embargo, no se había imaginado en absoluto lo popular que se volvería. [...] Y ahí no acababa la cosa: también era extremadamente eficaz. Siempre había sido eficaz, la verdad sea dicha. Siempre servía los cuatro platos que solían componer las comidas familiares, cocinados a la perfección, en el momento justo. Nunca llegaba tarde a recoger a los niños del colegio, nunca se olvidaba de su dinero para el almuerzo ni de sus cosas para la piscina. Nunca se le acababa el azúcar ni el papel higiénico ni la cinta adhesiva. Así que nadie debería haberse sorprendido de lo bien que se adaptó a su nueva vida. Nunca llegaba tarde. Nunca olvidaba una cita. Nunca se le pasaba su sesión informativa. Empezó discretamente, haciendo entrevistas sobre actos culturales en una sección de un programa de arte, y siempre conseguía dar en clavo, pronunciando las palabras oportunas a todo el mundo en el momento oportuno. Nunca resultaba ofensiva, pero tampoco aburría a la gente [an so on]» (págs. 137-138)
«A veces, [su marido] se despertaba en plena noche y le pegaba.» (pág. 139)

jueves, 13 de septiembre de 2018

Lo que te pertenece, de Garth Greenwell


Garth Greenwell (Estados Unidos, 1978)
LO QUE TE PERTENECE
[What Belongs to You, 2016]
Trad. Javier Calvo Perales
Literatura Random House, 2018 - 224 págs. - inicio
Topography of a novel, The Guardian, 2016
[poderosa / adictiva]

«Las hierbas y los árboles exhalaban una gran cantidad de cápsulas de semillas, cada diminuto grano cobijado e impulsado por un penacho velludo a modo de paracaídas o sombrilla. Pensé, mientras contemplaba aquella siembra de la tierra, en Whitman, cuyos poemas acababa de enseñar a los alumnos que ahora estaban escuchando charlas sobre lingüística matemática de las que luego me hablarían mientras cenábamos en la ciudad, contándome cómo se imaginaban que reaccionaría yo a los argumentos formulados sobre poesía y estructuras métricas y de rima, sus apelaciones numéricas a nuestro placer. Había versos en la poesía de Whitman que siempre me habían parecido excesivos en su entusiasmo, su desenfrenado erotismo; me incomodaban un poco, aunque a mis alumnos les encantaban, recibiéndolos año tras año con risas. Fueron esos versos que acudieron a mi mente en aquel sendero de Blagoevgrad, mientras contemplaba caer las semillas como nieve, los que definieron y enriquecieron aquel momento. Qué eran aquellas semillas sino el lento cosquilleo de los genitales del viento, la urgencia procreadora del mundo, y me di cuenta de que siempre los había interpretado mal, esos versos que nunca había entendido; no eran en absoluto excesivos, eran precisos, y por un momento entendí el deseo del poeta de estar desnudo ante el mundo, su locura, como él dice, por sentir su contacto. Incluso llegué a sentir algo de aquel deseo, aunque no hubiese nada de locura en mi caso, casi siempre había vivido mi vida por debajo del tono de la poesía, una vida de inhibiciones y oportunidades perdidas, quizá, pero también una vida soportable, una vida que hasta cierto punto había elegido y continuaba eligiendo.» (págs. 43-44)

(pág. 65)

domingo, 9 de septiembre de 2018

Llega el rey cuando quiere, de Pierre Michon

Pierre Michon (Francia, 1945)
LLEGA EL REY CUANDO QUIERE
CONVERSACIONES SOBRE LITERATURA
[Le roi vient quand il veut. Propos sur la littérature, 2007]
Trad. María Teresa Gallego Urrutia
Wunderkammer, 2018 - 160 págs.
Lúcidas lecciones de literatura, AM Iglesia
Una teología, P. Pron
Enrique versus Pierre, E. Vila-Matas
[magistral]
«−A veces se lamenta, de forma noble y legítima, de no ser un escritor popular; ¿qué es lo que lo mueve, pese a esa aspiración y pese a la duda que lo corroe, a no traicionar ni a descartar su lengua y su escritura, lo que en resumidas cuentas, le permite seguir creyendo?
−Soy una persona doble, como todo el mundo seguramente. Cuando no estoy escribiendo (que es lo que sucede la mayor parte del tiempo) dudo de cualquier literatura, y de la mía en particular. De esa hoguera que creí encendida mientras escribía, solo quedan cenizas, un objeto venido a menos que hay que situar dentro de la relatividad social. “¿Ha sucedido de verdad? −me pregunto−. ¿He estado siquiera un segundo en el ámbito de la verdad o me he estado contando cuentos? ¿Me he sumergido en el ser o he jugado a ser escritor?”. Y en momentos así, claro, la aprobación de los demás y la vanidad son lo único que da fe de la verosimilitud de nuestros libros, de su valor, de su mismísima existencia; en esos momentos de descreimiento, uno quiere que lo lean, que lo elogien, ser popular. Quiere los laureles, y los laureles los otorga la cantidad. Si persigues ese factor arbitrario de la cantidad, ya no crees en nada, eres tan cínico como la fluctuación generalizada del dólar. Pero sucede que vuelves a escribir, y el globo del cinismo estalla y se hace pedazos; sucede que otra vez, al cabo de la espera y de la exasperación, un texto se adueña de mí; entonces mi embriaguez garantiza mi verdad, mi certidumbre es mi propio acto, vuelve el coraje con la evidencia, y creo con todas mis fuerzas: el lector a quien persigo es el contrario absoluto de la cantidad, es decir, eso a lo que tiempo atrás se le daba el nombre de Dios, de Uno. Es lo que decía Matisse: “Creo en Dios cuando pinto”. Yo creo en mí, en Dios o en la literatura cuando escribo, y solamente cuando escribo, en ese sobrecalentamiento del que me cuesta mucho hablar sin énfasis. O si no, para mirar todo eso con ojos algo más críticos, puedo contestarle que lo que me sostiene, lo que me hace creer, es esa ilusión romántica a prueba de bomba de la que decía Paul Nizan, de forma tan perfecta, para recusarla, que se esfuerza en “poner el objeto literario a la temperatura de un dios”.» (págs. 63-64)
Pierrot también llamado Gilles, Watteau «[...] escribo rodeado de imágenes. Soy un iconólatra. tengo "el culto de las imágenes", como decía Baudelaire. Todo ello entra dentro de mi estrategia de la aparición, de lo escrito que conduce a lo visible. Es algo que también me permite tácticas más específicas: si me quedo sin ideas, a veces, me basta con abrir un libro de pintura y encontrarme con este o con aquel cuadro para que se me ocurran en el acto una metáfora, un pensamiento, frases, en resumidas cuentas; sí, la pintura lleva a escribir si no la interpretas, si te pierdes en ella, si le haces preguntas y la saqueas. Funciona.» (pág. 35)

jueves, 6 de septiembre de 2018

El último samurái, de Helen DeWitt

Helen DeWitt (Estados Unidos, 1957)
EL ÚLTIMO SAMURAI
[The Last Samurai, 2000]
Trad. Gemma Moral Bartolomé
Literatura Random House, 2018
509 (interminables) págs. - fragmento
Laura lo explica muy bien
[lo bueno, si breve (y no es el caso)]
«De repente un día todo cambió [en la tribu]. Habían celebrado, dijo HC, una bárbara ceremonia de iniciación que no quiso describir, tras la cual, muchos de los chicos requerían cuidados prolongados. Un día, agazapado tras una tienda, oyó a uno de los iniciados decirle algo a la mujer que lo cuidaba y corregirse luego, cuando la mujer se echó a reír. HC lo había entendido todo de pronto. Era la cosa más extraordinaria con la que se había tropezado nunca. Se trataba de un complejo sistema de declinaciones que, según dijo, usaban solo las mujeres. Era tan asombroso como si, por ejemplo, un grupo de gente hablara árabe tal como se escribe y otro grupo lo hablara tal como se habla. ¡Asombroso! Y lo mismo ocurría con los modos y los tiempos verbales. Había indicativo, pasado, presente y futuro, e imperativo, y estos los usaban solo los hombres, y luego estaba lo que por analogía HC llamaba subjuntivo y condicional, y estos solo los usaban las mujeres. Era muy confuso, dijo, porque cuando por fin empezaron a hablarle, descubrió que, si le hacía una pregunta a un hombre, por escasos, o incluso nulos, que pudieran ser sus conocimientos al respecto, la respuesta era siempre una afirmación, mientras que podía preguntarle a una mujer si estaba lloviendo, y esta solo se comprometería a decir que tal vez. HC dijo que, cuando lo descubrió, se tumbó en la hierba y rió hasta que se le saltaron las lágrimas [...] Sibylla dijo de HC que podía pasarse meses enteros sin tener el menor contacto humano, y que, cuando lo tenía, lo primero que quería saber era cómo hacía su interlocutor la secuencia de los tiempos verbales, y la segunda, si usaba un subjuntivo.» (págs. 328-329)

domingo, 2 de septiembre de 2018

La desaparición de Josef Mengele, de Olivier Guez

Olivier Guez (Estrasburgo, 1974)
LA DESAPARICIÓN DE JOSEF MENGELE
[La disparition de Josef Mengele, 2017]
Trad. Javier Albiñana
Tusquets, 2018 - 256 págs. - inicio
La fuga interminable, G. Altares
[absorbente]
«A comienzos de 1964, Mengele recibe una terrible noticia. A medida que avanza en la lectura de la carta de Martha, siente como si una daga le traspasara las costillas y se le hundiera en el corazón: lo han despojado de todos sus títulos universitarios. Acusado de haber violado el juramento de Hipócrates y cometido asesinatos en Auschwitz, las universidades de Francfort y de Múnich le retiran los títulos de doctor en medicina y antropología.
    Tantos esfuerzos y sacrificios reducidos a la nada por oscuros burócratas... Mengele se queda anonadado. Él, el ambicioso cirujano del pueblo innumerables veces condecorado, la gran esperanza de la investigación genética, desposeído de sus más caros tesoros, de su mayor orgullo, sus experiencias invalidadas, ¡como si fuera un vulgar charlatán !
    Mengele quema la carta de su mujer, abandona la plantación y se va a rumiar su infortunio a la selva, flanqueado por sus perros. Maldita e injusta Alemania, él se limitó a cumplir con su deber de soldado de infantería de la biopolítica nazi. Una generación antes, los alemanes consideraban el darwinismo y el eugenismo como los cimientos de una sociedad moderna y funcional. Todo el mundo pues quería estudiar biología pues esa disciplina permitía acceder a las carerras más prestigiosas y remuneradas. Sí, murmura Mengele al bastardo Cigano, la sociedad alemana tan sólo razonaba a la sazón en términos biológicos. La raza, la sangre: las leyes fundamentales de la vida regían el derecho, la guerra, el sexo, las relaciones internacionales y la ciencia suprema, la medicina. En la universidad, toda su promoción admiraba la antigua Grecia porque en ella el individuo efímero se plegaba a las exigencias de la comunidad y del Estado. Para su generación, los inferiores, los improductivos y los parásitos no eran dignos de vivir. Hitler los guiaba. Mengele no era el único que lo siguió, todos los alemanes se habían dejado fascinar por el Führer, por la misión embriagadora y titánica que les había confiado: sanar al pueblo, purificar la raza, construir un orden social acorde con la naturaleza, extender el espacio vital, perfecciona la especie humana. Él había estado a la altura, lo sabía. ¿Podían echárselo en cara? ¿Retirarle por las buenas sus preciados títulos universitarios? Él había tenido el valor de eliminar la enfermedad eliminando a los enfermos, el sistema le alentaba a hacerlo, sus leyes lo autorizaban, el asesinato era una empresa de Estado.
    Loco de rabia, Mengele propina una fuerte patada a una termitera ante sus perros, que ladran y jadean. En Auschwitz, los cárteles alemanes se llenaron los bolsillos explotando hasta el agotamiento la mano de obra servil a su disposición. Auschwitz, una empresa fructífera: antes de su llegada al campo, los deportados ya producían un caucho sintético para IG Farben y armas para Krupp. La fábrica de fieltro Alex Zink compraba sacos enteros de cabellos de mujer a la Kommandantur y confeccionaba con ellos calcetines para las tripulaciones de submarinos o tubos para los ferrocarriles. Los laboratorios Schering remuneraban a un colega suyo para que llevara a cabo experimentos de fecundación in vitro y Bayer ensayaba nuevos medicamentos contra el tifus con prisioneros del campo. Veinte años después, rezonga Mengele, los dirigentes de aquellas empresas han cambiado de chaqueta. ¡Se fuman su puro rodeados de su familia y degustan buenos vinos en su mansión de Múnich o de Fráncfort mientras él chapotea en bosta de vaca! ¡Traidores! ¡Enchufados! ¡Piltrafas! Trabajando mano a mano en Auschwitz, industrias, bancos y organismos gubernamentales obtuvieron ganancias exorbitantes, mientras que él, que no ganó un pfennig, tiene que pagar el pato.» (págs. 160-162)
Véase El orden del día, de Éric Vuillard

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