domingo, 15 de abril de 2018

El orden del día, de Éric Vuillard

Éric Vuillard (Lyon, 1968)
EL ORDEN DEL DÍA
[L'ordre du jour, 2017]
Trad. Javier Albiñana Serain
Tusquets, 2018 - 144 págs. - inicio
[la (intra)historia contada de otra manera]
«Y lo que vio, lo que emergió lentamente de las sombras, eran decenas de miles de cadáveres, los trabajadores forzados, aquellos que las SS habían suministrado para sus fábricas. Surgían de la nada.
    Durante años había reclutado deportados en Buchenwald, en Flossenbürg, en Ravensbrück, en Sachsenhausen, en Auschwitz y en muchos otros campos. La esperanza de vida de esos deportados era de unos meses. Si el prisionero escapaba a las enfermedades infecciosas, moría literalmente de hambre. Pero Krupp no fue el único en emplear tales servicios. También sus comparsas de la reunión del 20 de febrero se beneficiaron de ellos; tras las pasiones criminales y las gesticulaciones políticas, sus intereses obtenían provecho. La guerra había resultado rentable. Bayer utilizó mano de obra procedente de Mauthausen. BMW reclutaba en Dachau, en Papenburg, en Sachsenhausen, en Natzweiler-Struthof y en Buchenwald. Daimler en Schirmeck. IG Farben en Dora-Mittelbau, en Gross-Rosen, en Sachsenhausen, en Buchenwald, en Ravensbrück, en Dachau, en Mauthausen, y explotaba una gigantesca fábrica en el campo de Auschwitz: IG Auschwitz, que de un modo totalmente impúdico figura con ese nombre en el organigrama de la firma. Agfa reclutaba en Dachau. Shell en Neuengamme. Schneider en Buchenwald. Telefunken en Gross-Rosen y Siemens en Buchenwald, en Flossenbürg, en Neuengamme, en Gross-Rosen y en Auschwitz. Todo el mundo se había abalanzado sobre una mano de obra tan barata. Por lo tanto, no es Gustav quien alucina esa noche, en plena cena familiar; son Bertha y su hijo los que no quieren ver. Porque están ahí, en la oscuridad, todos esos muertos.
    De seiscientos deportados que llegaron en 1943 a las fábricas Krupp, un año después sólo quedaban veinte. Uno de los últimos actos oficiales de Gustav, antes de que pasara las riendas a su hijo, fue la creación del Berthawerk, una fábrica concentracionaria con el nombre de su mujer; sería una suerte de homenaje. Vivían allí negros de mugre, infestados de piojos, caminando cinco kilómetros tanto en invierno como en verano calzados con simples zuecos para ir del campo a la fábrica y de la fábrica al campo. Los despertaban a las cuatro y media, flanqueados por guardias SS y perros adiestrados, los golpeaban y torturaban. En cuanto a la comida de la noche, duraba a veces dos horas; no porque se tardase ese tiempo en comer, sino porque había que esperar; no había suficientes tazones para servir la sopa.» (págs. 137-138)

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