- “Descubrí lo que todo buen escritor sabe: que conseguir escribir exactamente lo que se pretende decir ayuda a descubrir lo que se pretende decir”. [Claro que, un buen abrazo, también.]
En una hipotética lista de mis autores favoritos Paul Auster ocuparía un lugar muy importante. Me enganché a él cuando McTildes me dejó El Palacio de la Luna hace casi mil años (o casi mil libros), y este texto marcó un antes y un después en mi relación con el placer de leer: creo que es el libro que más veces he leído y regalado. Desde entonces he disfrutado un montón con casi todas sus obras, entre las que, además de El Palacio de la Luna, destacaría Mr. Vértigo, El libro de las ilusiones, La noche del oráculo y Brooklyn Follies. Han sido páginas y páginas de felicidad las que Mr. Auster y Mr. Herralde me han proporcionado.[Después de leer esto respiré tranquila. Muy apenada pero tranquila, pues yo ya no era la única persona que no había entendido nada.]
Por otra parte, el mes pasado El País publicó una entrevista en la que Paul Auster reconoce que su imaginación da señales de agotamiento: “A lo mejor he llegado al final. Después de “Viajes por el Scriptorium” no he empezado nada nuevo. Tengo algunas ideas, pero muy vagas. Quizás no haya más novelas de Paul Auster”.
Quiero terminar declarando que mi admiración literaria y personal por Paul Auster sigue intacta. Y que, una vez dicho todo lo anterior, sigo recomendando vivamente todos sus libros. Y para dejar buen sabor de boca, aquí tenéis el último párrafo del discurso que pronunció en la entrega de los Premios Príncipe de Asturias de este año:
A veces decimos que estamos bien cuando no nos notamos el cuerpo, es decir, cuando no te das cuenta de que tienes muelas ni estómago ni piernas porque, simplemente, no te duelen. Bueno, pues hace un rato, al acabar de leer L’animal moribund de Philip Roth y empezar ávidamente a leer otro libro, de pronto me he dado cuenta de que estaba leyendo y de que me costaba avanzar. Es horrible descubrir que en las manos sostienes un objeto del cual has de ir moviendo unas finas láminas, y que en cada una de ellas has de pasear tus ojos por un sinfín de signos al mismo tiempo que tu cerebro los descifra y les da un sentido.
Esta mañana me he cruzado con un escritor. Yo subía, como hago muy a menudo, por la Rambla de Catalunya después de haber desayunado en uno de mis lugares favoritos, y de haber ido a mi casi recién estrenada biblioteca a cambiar el libro leído (Jim Thompson) por dos para leer (R. Carver & Ph. Roth). Feliz, por tanto. Y entonces lo he visto acercarse, mirando al infinito, y pasar junto a mí. Y simplemente me he preguntado qué estaría pensando.
Supongo que reducir Raymond Queneau (1903-1976) a los Ejercicios de Estilo (1949) que acabo de leer es una simplificación inaceptable, pero es que ésta ha sido mi toma de contacto con este autor francés que, entre otras muchas cosas, aplicó el surrealismo a la literatura. En este libro, Queneau nos cuenta la misma pequeña historia de 99 maneras diferentes, es decir, utilizando cada vez un estilo literario distinto. A veces se trata de estilos conocidos, como metafórico, ampuloso, de forma vulgar, con punto de vista subjetivo, vacilando, con precisión, como interrogatorio, torpe, desenvuelto, carta oficial, como relato, como un sueño, como soneto, como oda, con versos libres, pasota, telegráfico, probabilista, amanerado…, pero en otros casos inventa maneras tan curiosas como arco iris, palabras compuestas, anagramas, onomatopeyas, yo ya, entonces, filosófico, olfativo, gustativo, táctil, visual, auditivo, permutaciones, helenismos, conjuntos, por delante por detrás, botánico, médico, gastronómico, zoológico, geométrico, y no sigo, pero así hasta 99.
Cuando leo me suelen gustar los libros gordos y consistentes en todos los sentidos, o al menos en alguno de ellos pues es cierto que también hay libritos fascinantes. Pero nunca me había sentido atraída por los cuentos, quizás porque creía que era un formato que no permite decir muchas cosas, o decirlas en profundidad, quizás por pereza ante el esfuerzo de tener que situarse en un nuevo contexto cada pocas páginas.
El libro lo encontré casualmente en la librería de la estación de trenes de Atocha (qué haríamos sin esas pequeñas librerías de estaciones y aeropuertos que nos dan tantas alegrías) y fue una agradable sorpresa y una inmejorable compañía de viaje. La lectura comienza con un delicioso prólogo de Enrique Vila-Matas titulado Presentación: si te comes el infinito sin estrellas donde, además de declararse rendido admirador del libro y del autor, Vila-Matas acaba confesándonos que él también es un cuento de Pàmies. A mí este libro también me ha encantado, y me ha devuelto el placer de leer cuentos. Su lenguaje, su cotidianidad en contraste con el surrealismo de las situaciones y con el proceder de los personajes, hacen de él un libro tan próximo y tan divertido que, como dice Vila-Matas en la presentación, cuando acabas te dan ganas de volverlo a leer. [Pero antes creo que debo ir a por Carver.]