«En los primeros tiempos iba todos los días a la OMS; después, con menos frecuencia. En vez de la carretera de Ginebra, tomaba la de Gex y Divonne, o bien la de Bellegarde, por la que se sale a la autopista de Lyon. Paraba en un quiosco de prensa y compraba un montón de periódicos: diarios, revistas, publicaciones científicas. Luego se sentaba a leerlos, bien en un café -se cuidaba de cambiar de local a menudo, y de elegir los que estaban lo bastante lejos de su casa-, bien en su coche. Estacionaba en un parking, en una isleta de la autopista, y se quedaba allí horas leyendo, tomando notas, dormitando. Comía un bocadillo y seguía leyendo por la tarde en otro café, en otra zona de descanso. Cuando esta rutina se hacía demasiado monótona, daba paseos urbanos: por Bourg-en-Bresse, por Bellegarde, por Gex, por Nantua y sobre todo por Lyon, donde estaban sus librerías preferidas, la FNAC y Flammarion, en la plaza Bellecour. Otros días tenía necesidad de naturaleza, de espacio, y se iba al Jura. Seguía la carretera que sube en zigzag al alto de la Faucille, donde hay un albergue que se llama Le Grand Tétras. A Florence y a los niños les gustaba ir allí los domingos, para esquiar y comer patatas fritas. Entre semana no había nadie. Tomaba un trago, caminaba por el bosque. Desde las crestas del camino se divisan la comarca de Gex, el lago Léman y, con clima despejado, los Alpes. Ante él se extendía la llanura civilizada donde vivían el doctor Romand y sus iguales, y a su espalda la región de cañadas y de bosques sombríos donde había transcurrido su infancia solitaria. El jueves, día de su clase en Dijon, pasaba a visitar a sus padres, muy dichosos de mostrar a sus vecinos a su único hijo, tan importante, tan ocupado, pero siempre dispuesto a dar un rodeo para abrazarles. El padre perdía vista, hacia el final estaba casi ciego y ya no podía ir solo al bosque. Jean-Claude le llevaba guiándole por el brazo, le escuchaba hablar de los árboles y de su cautividad en Alemania (...) | | Por último, estaban los viajes: congresos, seminarios, coloquios en todas partes del mundo. Compraba una guía del país, Florence le preparaba la maleta. Partía al volante de su coche, que supuestamente dejaba en el aparcamiento de Ginebra-Cointrin. En una moderna habitación de hotel, con frecuencia cerca del aeropuerto, se quitaba los calcetines, se tendía en la cama y permanecía tres, cuatro días viendo la televisión, mirando a los aviones que al otro lado del cristal despegaban y aterrizaban. Estudiaba la guía turística para no equivocarse en los relatos que haría a su regreso. Telefoneaba cada día a su familia para decirles la hora que era y el tiempo que hacía en Sao Paulo o en Tokio. Preguntaba si todo iba bien en su ausencia. Decía a su mujer, a sus hijos, a sus padres, que les añoraba, que pensaba en ellos, que les mandaba un gran beso. No llamaba a nadie más: ¿a quién hubiese llamado? Al cabo de algunos días, volvía con regalos comprados en una tienda del aeropuerto. Le agasajaban. Él estaba cansado a causa del desfase horario.» (pp. 74-76)
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