«Quien más depende del traductor, claro, es el escritor mismo. Eres en otra lengua exactamente lo que tu traductor haga de ti. En la mayor parte de los casos, y salvo ese amigo mío políglota (...), uno está entregado de pies y manos: un día recibes un libro que debe de ser tuyo porque está tu nombre en la portada, y quizás tu foto en la solapa, pero eso que seguramente se parecerá mucho a lo que tú escribiste hace tiempo es del todo indescifrable, a veces tanto como si estuviera escrito en los caracteres de una antigua lengua extinguida. Hace falta un acto de fe: si uno sabe cuántas veces ha disfrutado, ha aprendido, se ha emocionado, leyendo traducciones del ruso o del japonés, o del hebreo, o del griego, cabe perfectamente la posibilidad de que ahora suceda el efecto inverso. Gracias al traductor ocurrirá un prodigio: lo que tú has escrito resonará en la conciencia de alguien en una lengua del todo ajena a ti, en lugares del mundo en los que no vas a estar nunca. Personas que te parecen tan ajenas como habitantes de la Luna resulta que son casi exactamente como tú. (...) Durante un par de días, en Ámsterdam, he convivido con un grupo de traductores de mis libros: al holandés, al francés, al alemán. Algunos, de tanto trabajar conmigo durante años, ya eran amigos míos: Philippe Bataillon, Willi Zurbrüggen; a los demás los he ido conociendo estos días: Jacqueline Hulst, Ester van Buuren, Adri Boon, Erik Coenen, Frieda Kleinjan-van Braam, Tineke Hillegers-Zijlmans. Un mismo libro se vuelve otro ligeramente distinto en la imaginación de cada lector: pero esa multiplicación, esa metamorfosis, es más acentuada aún en el caso de cada traductor. El traductor es el lector máximo, el lector tan completo que acaba escribiendo palabra por palabra el libro que lee. Él o ella es quien detecta los errores y los descuidos que el autor no vio y los editores no corrigieron. Él se ve forzado a medir el peso y el sentido de cada palabra con mucho más escrúpulo que el novelista mismo. Willi Zurbrüggen utilizó un término musical para hablar de su trabajo: lo que más se parece a una traducción, sobre todo entre lenguas tan distintas como el español y el alemán, es la transcripción de una pieza musical. Escuchaba hablar a estas personas, tan distintas entre sí, tan iguales en su devoción por el trabajo que hacen, y sentía gratitud y algo de remordimiento: una palabra que yo elegí por azar o instinto, una frase a la que dediqué tal vez unos minutos, les han podido causar horas o días de desvelo. Aprender sobre los límites de lo que puede ser traducido lo hace a uno más consciente de que también hay límites a lo que las palabras mismas pueden decir.» |
«La segunda pesadilla del pequeño editor (al editor importante, rodeado de una caterva de colaboradores, no le llegan estos problemas) eran y son las traducciones. Dos observaciones previas. Una obvia: existen buenísimos traductores (yo conozco pocos) para los que no vale cuanto voy a decir. Otra sorprendente: las traducciones se pagan, es cierto, mal, pero, contra todo pronóstico, no hay relación alguna entre precio y calidad. El buen traductor ocasionalmente mal pagado sigue haciendo (supongo que no puede evitarlo) un buen trabajo, y el mal traductor sigue produciendo bodrios aunque se los pagues a precio de oro. Lo cierto es que el pequeño editor, sobre todo en sus inicios, se encuentra la mesa atestada de traducciones impublicables. El pequeño editor suele ser demasiado pobre para encargar otras nuevas (y demasiado tímido para negarse a abonar las que le han entregado), y tiene que recurrir a una revisión. Es el trabajo peor retribuido y más ingrato que conozco (peor incluso que inventar ficticios argumentos de venta). Es durísimo, permanece anónimo y queda siempre, siempre, mal. Ante la imposibilidad de endosárselo a un incauto (si das con uno, no reincide jamás), el pequeño editor se lleva el original a su casa. Y empieza una pesadilla, que sigo recordando años después como una enfermedad. (...) Traductores supuestamente avezados, traductores de renombre, no conocen el idioma del que traducen, o no conocen el idioma al que traducen; ignoran palabras, que no se molestan en buscar en el más vulgar de los diccionarios, donde las encontrarían (porque yo las encuentro); ponen en negativo frases positivas o a la inversa, se saltan párrafos enteros. Y cuanto peor es el traductor más se obstina en corregir al autor, en mejorar el texto original: explica lo que en éste no se explica, cambia una puntuación insólita, una adjetivación audaz, por otras adocenadas. Elude traducciones que podrían ser perfectamente literales por otras plagadas de casticismos (alguien le debe de haber dicho que la traducción tiene que sonar como si el libro hubiera sido escrito directamente en castellano, sin advertirle que Flaubert o Joyce no son Baroja, ni Rimbaud tiene mucho que ver con Machado). Y, sobre todo, las malas traducciones están plagadas de lo que llamo "frases imposibles", frases que a nadie jamás, ni en un arrebato de locura, se le ocurriría decir. Bastaría que el traductor las leyera una sola vez en voz alta, escuchándolas, para comprobar que no podía utilizarlas.» (pp. 90-91) |
miércoles, 16 de enero de 2013
Qué haríamos sin (los buenos) traductores literarios
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2 comentarios:
«Me gustaba por encima de todo, claro está, elegir títulos y descubrir autores (existe un momento sublime en la vida del editor, que se produce, como los grandes amores, pocas veces, y que no guarda relación alguna con el aspecto comercial, porque ningún editor genuino, ningún editor de raza, piensa entonces en los ejemplares que va a vender, y es aquel momento en que abres, acaso por azar, el original de un perfecto desconocido y te encuentras ante una obra importante: son estos raros momentos de éxtasis, de enamoramiento los que compensan las dificultades de una profesión dura y difícil, y los que me han hecho reconocer que he sentido en definitiva vocación por un trabajo que, si bien no elegí, he desempeñado con placer y a trechos con entusiasmo). Pero me ha gustado también mucho la vertiente artesanal de mi trabajo. Una de las ventajas del pequeño editor es participar en todo, hacer un poco de todo. Creo que he odiado un solo aspecto de mi profesión, que en consecuencia debe ser el que peor he desempeñado: la promoción. Solo oír hablar de "argumentos de venta" me ponía enferma, sobre todo desde que me indicaron, muchísimos años después, cuando ya no era mía la editorial, que entre estos argumentos quedaba obviamente excluida la calidad e incluso el placer que la lectura de un libro pudiera proporcionar. Esto no interesaba por lo visto a nadie: si los argumentos de venta se relacionan con algo, es sin duda -y a mí, gran defensora, por otra parte, de los valores del medio, me parece aberrante- con la televisión.»
"EL MUNDO ha fichado a (Enric) González, que firmará en el diario desde la semana próxima. "Una columna el lunes, en deportes, con David Gistau; otra el viernes, en opinión; y un reportaje mensual largo", avanza"
[van sumando: arcadi, enric...]
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