«Antes de salir de casa mi padre nos encerraba en el jardín y me pedía que inventase algún juego para mis hermanos. Él salía con mi madre, que se pintaba un corazoncito en la boca, se quitaba el delantal y se ponía zapatos de tacón en vez de las zapatillas, e iban a divertirse a la calle. Les inventaba el caracol, la avioneta, las cuatros esquinas, el un dos tres la puerta del inglés o la comba, pero se cansaban muy pronto y me pedían que les inventase otro juego. Un día, mientras jugaban al escondite, me di cuenta de que si les encontraba se aburrían mucho esperando que encontrase a los otros y se acabase el juego y si no les encontraba se aburrían de estar todo el rato escondidos y salían aunque no les hubiese descubierto nadie. Entonces me di cuenta de que sólo había un juego del que no podrían cansarse nunca, y es así como inventé el juego del aburrimiento. Nos sentábamos en el suelo sin decirnos nada y esperábamos a que regresaran nuestros padres. El tiempo parecía que no estaba pasando, nos movíamos nerviosos, esperábamos que sonasen los cuartos de hora del campanario, que el viento nos trajese la música del casino, que bajara alguien por la carretera, pero también eso acababa por aburrirnos. Hasta que el tiempo de pronto pasó del todo. Llegaron nuestros padres y se quedaron sorprendidos de que estuviésemos sentados sin decirnos nada. "¿Por qué no estáis jugando?". Mientras mi madre iba a su cuarto a quitarse los zapatos y el traje de chaqueta para que no se le gastasen y se quitaba el corazón porque ya no estaba divirtiéndose en la calle, mi padre nos preguntó que por qué no jugábamos y entonces le dije que acababa de inventar el juego del aburrimiento que no se acaba nunca. Le expliqué cómo se jugaba, aunque en realidad no tiene reglas: basta con sentarse a esperar que no ocurra nada sabiendo que nada va a ocurrir hasta que lleguen ellos y ya no tengamos que jugar más. Mi padre llamó a mi madre y, cuando le explicó el juego, ella me abrazó emocionada, ella que no abraza nunca porque dice que todos tenemos microbios y virus contagiosos, y me dijo que ya no tenía que ser más inteligente, porque ya lo era del todo y no podría serlo más.
[EVM y JAMR presentaron el libro en +Bernat]
Y ahora, los fines de semana ellos se quedan en casa a jugar con nosotros al juego de aburrirse que, dicen, es muy parecido al de salir a divertirse. Y así estamos hasta que llega la hora de cenar. Pero no es lo mismo, porque antes teníamos que esperar a que llegasen nuestros padres y el tiempo no pasaba nunca hasta que llegaban y se terminaba el juego, y ahora no podemos esperar a nadie.» (págs. 36-37)
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