Eduardo Halfon (Guatemala, 1971)
BIBLIOTECA BIZARRA (ejemplar 0293)
Jekyll & Jill, 2018 - 120 págs.
[pequeño pero matón; lo único bizarro es la portada;
a Deborahlibros también le ha encantado]
«Un año después empecé a trabajar en la universidad —primero como asistente, luego como profesor de letras—, mientras al mismo tiempo, tímida y secretamente, intentaba escribir ya mis primeros cuentos. Todos muy malos, claro. Quería escribir un cuento entero antes de poder escribir una buena oración. Aún no entendía que teclear no es escribir, que escribir está mucho más cercano a la música, a respirar, a caminar sobre el agua. Pero tenía hambre de aprender, y tuve la suerte de encontrarme con los instructores correctos, en especial con dos: Ernesto Loukota y Osvaldo Salazar, ambos filósofos y colegas míos en la universidad. Ernesto Loukota me enseñó la artesanía del lenguaje. Me pedía que escribiera una línea sobre algo —un árbol, un perro, una silla— y al día siguiente nos juntábamos en la universidad para comentar esa línea, su gramática y puntuación. Luego él me asignaba otra línea sobre otra cosa para el día siguiente. Y así. Una sola línea, todos los días. Como si fuera nuestro propio ejercicio zen. Pasó al menos un mes antes de que me permitiera escribir dos líneas. Osvaldo Salazar, en cambio, me enseñó a ser mi propio lector. De vez en cuando, yo le entregaba alguna cosa que había escrito, y la estudiábamos juntos, la desmenuzábamos, editábamos no su lenguaje, sino su estructura, su desarrollo y sus temas y su contenido en general. Si Ernesto Loukota me enseñó la artesanía del lenguaje, Osvaldo Salazar me enseñó cómo ser mi propio y más exigente lector.
Yo pasaba aquellos días dando clases, y leyendo libros al igual que un viciado, y aprendiendo a escribir como si mi vida dependiese de ello (quizás mi vida sí dependía de ello), y antes de darme cuenta ya había publicado mi primer libro. Así nomás. Casi por accidente. Me había tropezado con los libros, y luego había caído en la escritura. Pero algo finalmente me empezaba a hacer sentido, sobre mí mismo, sobre mi país. Y entonces llegó un salvadoreño endiablado y me dijo que huyera de Guatemala lo más pronto posible.» (págs. 101-102)
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