lunes, 19 de octubre de 2020

El africano, de JMG Le Clézio


Jean-Marie Gustave Le Clézio (Niza, 1940)
EL AFRICANO
[L'Africain, 2004]
Trad. Juana Bignozzi
Adriana Hidalgo, 2007 - 135 págs. - Bibl. Gracia
Dos miradas eurocénricas de África: Conrad y Le Clezio: "La diferencia radica en que la propuesta de Conrad es ambigua en tanto que critica el expolio y la violencia que conlleva el imperialismo, pero está a favor de sus esfuerzos “civilizatorios”. Mientras que en la novela de Le Clézio, la imagen de África es positiva y la “razón occidental” es lo bárbaro." Celeste Vassallo
[pequeño gran libro / añoranza de África]
«Guyana preparó a mi padre para África. Después de todo el tiempo que pasó en los ríos, no podía volver a Europa, menos aún a la isla Mauricio, ese pequeño país donde se sentía limitado entre gente egoísta y vanidosa. Se acababa de crear un puesto en África occidental, bajo mandato británico, en la franja de tierra quitada a Alemania al final de la Primera Guerra Mundial que comprendía el este de Nigeria y el oeste de Camerún. Mi padre se presentó como voluntario. A comienzos de 1928, estaba en un barco que recorría la costa de África con destino a Victoria, en la bahía de Biafra.

El mismo viaje que hice, veinte años más tarde, con mi madre y mi hermano para reunirnos con mi padre en Nigeria después de la guerra. [...] Tenía entonces treinta y dos años, era un hombre endurecido por dos años de experiencia médica en América tropical, conocía la enfermedad y la muerte y se codeaba con ellas, cada día, con urgencia y sin protección. Su hermano Eugène, que había sido médico en África antes que él, le dijo por cierto: no es un país fácil. Sin duda, Nigeria, ocupada por el ejército británico, estaba "pacificada". Pero era una región donde la guerra era permanente, guerra de los hombres entre sí, guerra de la pobreza, guerra de los malos sueldos y de la corrupción heredados de la colonización, y, sobre todo, guerra microbiana. [...] Los enemigos se llamaban kwashiorkor, bacilo vírgula, tenia, bilharzia, viruela, disentería amebiana. Frente a estos enemigos, su equipo médico debió parecerle muy pobre a mi padre. Escalpelo, pinzas Clamp, trepanador, estetoscopio, torniquetes y algunos instrumentos básicos, como la jeringa de latón con la que más tarde me puso las vacunas. No existían los antibióticos ni la cortisona. Las sulfamidas eran raras y los polvos y ungüentos se parecían a pociones de brujo. La cantidad de vacunas, para combatir las epidemias, era muy limitada, y el territorio que debía recorrer para librar esta batalla contra las enfermedades, inmenso. Al lado de lo que le esperaba a mi padre en África, las expediciones para remontar los ríos de Guyana debieron de parecerle paseos. Se quedará en África occidental veintidós años, hasta el límite de sus fuerzas. Allí conocerá todo, desde el entusiasmo del comienzo, el descubrimiento de los grandes ríos, el Níger, el Benue, hasta las tierras altas de Camerún. Compartirá el amor y la aventura con su mujer, a caballo, por los senderos de montaña.» (págs. 72-74)


«El hombre que había recibido el entrenamiento de médico para países lejanos: ser ambidestro, capaz de operarse a sí mismo utilizando un espejo o de reducir su hernia. El hombre con las manos callosas de los cirujanos, que podía serruchar un hueso o entablillar, que sabía hacer nudos y empalmes, ese hombre que sólo utilizaba su energía y su saber en tareas minúsculas e ingratas que se negaban a hacer la mayoría de los jubilados; con el mismo cuidado, lavaba los platos, reparaba las baldosas rotas de su departamento, lavaba su ropa, zurcía sus calcetines, construía bancos y estantes con la madera de los cajones. África le había impreso una marca que se confundía con las huellas dejadas por la educación espartana de su familia en Mauricio. El traje occidental que usaba cada mañana para ir al mercado debía pesarle. Apenas volvía a su casa, se ponía una ancha camisa azul a la manera de las túnicas de los huasas del Camerún que llevaba hasta la hora de acostarse. Así lo vi al final de su vida. Ya no el aventurero ni el militar inflexible, sino un hombre viejo desterrado, exiliado de su vida y de su pasión, un superviviente. Para mi padre, África empezó cuando llegó a la Costa de Oro, a Accra. Imagen característica de la Colonia: desembarcaban a los viajeros europeos vestidos de blanco con casco Cawnpore en un barquito y los transportaban a tierra a bordo de una piragua guiada por negros. Esta África no era muy exótica: era sólo la estrecha franja que sigue el contorno de la costa, desde la punta de Senegal hasta el golfo de Guinea, y que conocían todos los que llegaban de las metrópolis para hacer negocios y enriquecerse prontamente. Una sociedad que, en menos de medio siglo, se arquitecturó en castas, lugares reservados, prohibidos, privilegios, abusos y beneficios. Banqueros, agentes comerciales, administradores civiles o militares, jueces, policías y gendarmes. Alrededor de ellos, en las grandes ciudades portuarias, Lomé, Cotonou, Lagos, como en Georgetown en Guyana, se creó una zona limpia, lujosa, con céspedes impecables, canchas de golf y palacios de estuco o de maderas preciosas en vastos palmerales, al borde de un lago artificial, como la casa del director del servicio médico en Lagos. Un poco más lejos, el círculo de los colonizados, con el andamiaje complejo que han descrito Rudyard Kipling para la India y Rider Haggard para el África oriental. Es la franja doméstica, el elástico colchón de intermediarios, escribanos, mensajeros, ujieres, servidores (¡las palabras no faltan!), vestidos a medias a la europea, con zapatos y paraguas negros. Y finalmente, el exterior es el océano inmenso de los africanos, que sólo conocen de los occidentales sus órdenes y la imagen casi irreal de un auto con carrocería negra que circula a gran velocidad en medio de una nube de polvo y que cruza tocando bocina sus barrios y sus pueblos.

Ésa es la imagen que mi padre detestó. Él había roto con Mauricio y su pasado colonial, y se burlaba de los plantadores y de sus aires de grandeza; él, que había huido del conformismo de la sociedad inglesa, para la que un hombre valía sólo por su tarjeta; él que había recorrido los ríos salvajes de Guyana, que había vendado, cosido, curado a los buscadores de diamantes y a los indios subalimentados: ese hombre no podía sino sentir náuseas por el mundo colonial y su injusticia presuntuosa, sus cócteles parties y sus golfistas de traje, su domesticidad, sus amantes de ébano, prostitutas de quince años que entraban por la puerta de servicio, y sus esposas oficiales muertas de calor que por unos guantes, el polvo o la vajilla rota descargaban su rencor en la servidumbre.» (págs. 72-74)


Conversación entre Vargas Llosa y Le Clézio (Institut Français, 2015 aprox.).

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