Stanislaw Lem (Lvov, 1921 - Cracovia, Polonia, 2006)
EL CASTILLO ALTO
[Wysoki Zamek, 2005]
Trad. Andrzej Kovalski.
Funambulista, 2006 - 216 págs. - inicio - Bibl. Joan Maragall
— La rara memoria periférica de SL, Rosa Montero
— Un Lem incómodo, Encuentros de Lecturas
— Fascinante para Kovalski
[raro]
«¿Recuerdas el inventario de cosas misteriosas que los liliputienses encontraron en los bolsillos de Gulliver? Entre ellas había un peine que podía usarse de valla, un enorme reloj de bolsillo que emitía un molesto sonido a intervalos regulares, y muchos otros objetos de uso incierto. Una vez yo también fui liliputiense. El modo en que llegué a conocer a mi padre fue trepando sobre él cuando se recostaba en su butaca. De su traje de gala negro podía revolver sólo los bolsillos a los que tenía acceso. Su traje olía tanto a tabaco como a hospital. El bolsillo izquierdo de la chaqueta contenía un cilindro metálico que parecía un cartucho de caza mayor. El cilindro, al desenroscarse, mostraba una serie de embudos niquelados contenidos uno dentro de otro. Se trataba de espéculos. En el bolsillo contiguo encontré un lápiz. Tenía una arandela dorada. Al apretar con una fuerza mayor de la que podía, al hacer clic, aparecía más trozo del lápiz. En el bolsillo de la levita guardaba una caja de metal que se abría con un chasquido amenazador, poseía un forro de terciopelo que contenía una minúscula bala con un parche de gamuza desplegable al accionar un botoncito. Había también una cajita de plata con un broche en la tapa; y dentro, una pieza de plata unida a la base por una goma elástica, de color violeta oscuro. Si la tocabas te manchabas los dedos de tinta. En el otro bolsillo de la levita de mi padre había un espejo redondo con un agujero en el centro, roto, con banda elástica y hebilla. El espejo me hacía la cara enorme y convertía mi ojo en un estanque donde el iris fl otaba como un enorme pez marrón, y mis pestañas se convertían en los juncos de la orilla. A lo ancho del chaleco había una cadena de oro anclada a un lado; aguantaba un reloj, también de oro, con tres compartimentos. El reloj tenía números romanos y una pequeña manecilla segundera. Yo no era capaz, pese a intentarlo una y otra vez, de lograr abrir la tapa, bajo la que habitaban unas ruedecillas con ojos de rubí que brillaban en su movimiento. Así, tan de cerca, llegué a conocer a mi padre.» (págs. 13-14)
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