Ottessa Moshfegh (Boston, 1981)
MI AÑO DE DESCANSO Y RELAJACIÓN
[My year of Rest and Relaxation, 2018]
Trad. Inmaculada C. Pérez Parra
Alfaguara, 2020 - 256 págs. - inicio
- Una apuesta de riesgo, Olga merino
- Hoy no me puedo levantar, M. Schifino
- A Mariana y a mí también nos ha gustado, M. Enriquez
«Cada vez que me despertaba, de día o de noche, me arrastraba por el luminoso vestíbulo de mármol de mi edificio y subía por la calle y doblaba la esquina donde había un colmado que no cerraba nunca. Me pedía dos cafés grandes con leche y seis de azúcar cada uno, me tomaba de un trago el primero en el ascensor de regreso a casa y luego a sorbos el segundo, despacio, mientras veía películas y comía galletitas saladas con formas de animales y tomaba trazodona y zolpidem y Nembutal hasta que volvía a dormirme. Así perdía la noción del tiempo. Pasaban los días. Las semanas. Unos cuantos meses. Cuando me acordaba, pedía comida al tailandés de enfrente o una ensalada de atún a la cafetería de la Primera Avenida. Me despertaba y me encontraba en el móvil mensajes de voz de peluquerías o spas confirmando citas que había reservado mientras estaba dormida. Llamaba siempre para cancelarlas, y odiaba hacerlo porque odiaba hablar con la gente.
[...] Me duchaba una vez a la semana como mucho. Dejé de depilarme las cejas, dejé de decolorarme, de hacerme la cera, de cepillarme el pelo. Nada de hidratante ni de exfoliante. Nada de afeitarme las piernas. Rara vez salía del apartamento. Tenía las facturas domiciliadas. Había dejado pagado el impuesto anual de la propiedad del piso y de la antigua casa al norte del estado de mis padres muertos. El alquiler que los inquilinos de esa casa pagaban por transferencia aparecía una vez al mes en mi cuenta. Me llegaría el seguro de desempleo mientras siguiera llamando una vez por semana y pulsando «1» para «sí» cuando el robot me preguntase si me había esforzado de verdad en encontrar trabajo. Eso bastaba para los copagos de todas las recetas y lo que fuera que comprase en el colmado.
[...] Había empezado a «hibernar» lo mejor que pude a mitad de junio de 2000. Tenía veintiséis años. A través de un listón roto de la persiana vi cómo moría el verano y el otoño se volvía frío y gris. Se me atrofiaron los músculos. Las sábanas amarilleaban en la cama, aunque por lo general me dormía delante de la televisión en el sofá, que era uno muy caro, de Pottery Barn y de rayas azules y blancas y estaba hundido y lleno de manchas de café y sudor.
[...] Cuando necesitaba más pastillas, me aventuraba hasta la farmacia que estaba a tres manzanas. Era siempre un trayecto penoso. Cuando caminaba por la Primera Avenida, todo me estremecía. Era como un bebé naciendo; el aire me hacía daño, la luz me hacía daño, el mundo parecía estridente y hostil en sus detalles. Me confiaba al alcohol solo los días de aquellas excursiones; un trago de vodka antes de salir y pasaba por delante de todos los bistrós y cafeterías y tiendas que solía frecuentar cuando aún pisaba la calle, fingiendo que vivía la vida. Si no, procuraba limitarme al radio de una manzana alrededor de mi casa.
Todos los hombres que trabajaban en el colmado eran egipcios jóvenes. Aparte de mi psiquiatra la doctora Tuttle, mi amiga Reva y los porteros del edificio, los egipcios eran las únicas personas a las que veía habitualmente. Eran bastante guapos, unos más que otros. Tenían la mandíbula cuadrada y la frente varonil, las cejas marcadas como orugas. Y todos parecían llevar pintada la raya del ojo. Debían de ser como media docena, hermanos o primos, suponía yo. Su estilo era de lo más disuasorio. Llevaban camisetas de fútbol y cadenas de oro con cruces y escuchaban Los 40 Principales. No tenían ningún sentido del humor. Cuando me acababa de mudar al barrio, habían tonteado conmigo hasta el hartazgo, pero en cuanto empecé a entrar arrastrando los pies a horas raras con legañas en los ojos y porquería en la comisura de los labios, dejaron de intentar ganarse mi cariño.
[...] Después de unos cuantos meses de aparecer desaliñada y medio dormida, los egipcios empezaron a llamarme «jefa» y a aceptar sin problema cincuenta centavos cuando pedía un cigarrillo suelto, lo que hacía bastantes veces. Podría haber ido a un montón de sitios a por café, pero me gustaba el colmado. Estaba cerca y el café siempre era malo y no tenía que toparme con nadie pidiendo un brioche o un latte sin espuma. Ningún niño con los mocos caídos ni niñeras suecas. Ningún profesional esterilizado ni nadie en una cita. El café del colmado era café para la clase trabajadora, café para porteros y repartidores y operarios y limpiadores.» (págs. 11-14)
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