jueves, 21 de diciembre de 2017

Signor Hoffman, de Eduardo Halfon


Eduardo Halfon (Guatemala, 1971)
SIGNOR HOFFMAN
Libros del Asteroide, 2015 - 152 págs. - inicio -
Bibl. Gracia
[5 relatos redondos leídos de un tirón]

«No era judío, mi nonno, dijo. Era un soldado italiano, dijo, que fue capturado por los alemanes en el 43, tras la firma del armisticio entre Italia y los aliados, y pasó los siguientes dos años como prisionero de guerra en un campo de concentración en Hamburgo. Internati Militari Italiani, se les llamaba a estos prisioneros en italiano, dijo, o Italienische Militärinternierte, en alemán. Mi abuelo, dijo, se llamaba Bacicio. O así le decíamos. Il nonno Bacicio, dijo y se volvió hacia la barra para pedirle a Luigi dos cervezas más. ¿Pero tu abuelo se salvó, entonces? Marina esperó a que Luigi llegara, dejara las dos botellas sobre la mesa, y se marchara. Se salvó, sí. Pero no le gustaba hablar de esos años, dijo, al igual que tu abuelo. Fumamos un momento en el ruido blanco del noticiero y los murmullos de Luigi. Lo único que me contó, casi al final de su vida, dijo Marina, fue del día que lo liberaron del campo de concentración en Hamburgo las tropas americanas. Me contó que nunca había sentido tanto miedo como ese día, ya libre, caminando con todos los demás prisioneros de guerra. No tenía nada. Ni comida, ni agua, ni dinero. Nada. No sabía hacia dónde caminar. Me dijo mi nonno que sólo caminaba con todos hacia delante, entre miles de prisioneros de guerra, sin saber hacia dónde se dirigía, cuando de pronto escuchó que alguien gritaba su nombre desde atrás. Era otro soldado italiano, también calabrés, llamado Menzaricchi. O ese era su apodo, Menzaricchi, que quiere decir media oreja. Apenas se conocían, me dijo mi nonno Bacicio, pero los dos hombres se abrazaron y lloraron y se estrecharon las manos y empezaron a caminar juntos hacia Italia. Marina bebió un trago largo de cerveza. Me dijo mi nonno que durante todo el camino hacia Italia, no sé cuántos días o semanas o meses caminando juntos, los dos hombres jamás se soltaron la mano. Marina estiró un brazo y agarró mi mano demasiado fuerte y hasta con algo de torpeza. Todo el camino así, dijo apretando. Y así, tomados de la mano, me dijo mi nonno Bacicio, llegaron por fin a sus casas en la Calabria.
    Marina me soltó como si estuviera soltando una cosa inerte. Se echó hacia atrás en su silla, agotada, y bebió otro trago de cerveza.
    Ellos luego dejaron de verse muchos años, dijo. Pero al final de sus vidas, ambos ya viejos y jubilados, se sentaban todas las tardes en una misma banca frente al mar. Nada más se quedaban juntos un rato en esa banca, dijo, sentados frente al mar. A veces una hora. A veces ni eso. Sin decirse nada. No tenían ya nada que decirse, supongo. Sólo querían estar juntos un rato. Como si al final de sus vidas de nuevo se necesitaran para sobrevivir, para seguir sobreviviendo un poco más.» (págs. 30-31)

1 comentario:

Elena dijo...

[antes] «Aunque sombrío, era el único bar del pueblo que encontramos abierto un domingo por la noche. El dueño, un viejo calvo y barrigón, se llamaba Luigi. Fumaba en su sitio detrás de la barra, un cigarro tras otro, mientras conversaba apasionadamente con el noticiero dominical en una televisión colgada del techo. Tenía puesta una playera blanca sin mangas, una vieja pantaloneta de gabardina, calcetines negros y sandalias de hule. Como si viviera ahí mismo y estuviera atendiéndonos en la sala de su casa. Nos había dejado sobre la mesa un plato con aceitunas negras deshidratadas, otro con berenjena encurtida, otro con un tipo de salami llamado soppressata, otro con un pesto rojo y picante llamado sardella (hecho de sardinas, peperoncino y puntas de hinojo salvaje, me dijo Marina), y un canasto con rodajas de pan campestre. Ambos tomábamos cerveza oscura. Éramos los únicos dos en el bar.
Marina se había quitado el abrigo negro. Sus brazos eran largos y firmes y de piel tersa, de un suave tono oliva. Alrededor de su antebrazo tenía tatuado un elegante y fino dragón oriental; la cola del dragón le envolvía la muñeca. Me dijo que había aprendido español en Alicante, donde vivió y trabajó un verano. Me dijo que ya había terminado su posgrado, pero no sabía qué hacer, en qué quería trabajar. Me dijo que mientras tanto ayudaba en varios museos y fundaciones históricas de la Calabria, incluyendo la de Panebianco. Me dijo que aunque llevaba varios años viviendo en Cosenza, debido a sus estudios en la universidad, era en realidad de un pueblo del otro extremo de la Calabria, en la costa del estrecho de Messina, llamado Scilla. ¿Como el monstruo Scilla, de Homero?, le pregunté y Marina sonrió, quizás por primera vez ese día. Pero igual de rápido dejó de sonreír, como si su pose gótica se lo prohibiera. Tú eres de un pueblo mitológico, entonces, le dije, un poco soberbio. Marina sólo le dio el último sorbo a su cerveza. ¿Y tu familia es de ahí mismo, de Scilla? Mi familia, dijo sin verme, es de ahí desde siempre. Y luego, muy seria, añadió: Desde antes que Homero. En la barra, Luigi le gritó algo al rostro de Berlusconi en el televisor. Ambos guardamos silencio un minuto, como asustados ante el grito de Luigi, o como asustados ante el rostro de Berlusconi en el televisor. Mi abuelo también estuvo preso en un campo de concentración, dijo Marina de golpe.» (pág. 29)

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