viernes, 16 de noviembre de 2018

Ahora me rindo y eso es todo, de Álvaro Enrigue


Álvaro Enrigue [Guadalajar (México), 1969]
AHORA ME RINDO Y ESO ES TODO
Anagrama, 2018 - 464 págs. - inicio

- Tres fragmentos del libro de Gerónimo
- Entrevista en ABC Cultural
- Desierto sonoro, de Valeria Luiselli
[a Nadal le ha gustado poco. A otros y a mí, mucho]

«La idea es escribir un libro sobre un país borrado. Un país que funcionó tan bien y mal como funcionan todos los países y que desapareció frente a nuestros ojos como desaparecieron los casetes o la crema de vaca en triángulo de cartón.  Dónde hoy están Sonora, Chihuahua, Arizona y Nuevo México había una Atlántida, un país de en medio. Los mexicanos y los gringos como dos niños sordomudos dándose la espalda y los apaches corriendo entre sus piernas sin saber exactamente a dónde porque su tierra se iba llenando de desconocidos que salían a borbotones de todos lados.

La Apachería era un país con una economía, con una idea de Estado y un sistema de toma de decisiones para el beneficio común. Un país que daba la cara, una cara morena, rajada por el sol y los vientos, la cara más hermosa que produjo América, la cara de los que lo único que tienen es lo que nos falta a todos porque al final siempre concedemos para poder medrar: dignidad.

Los apaches fueron, sobre todo, un pueblo digno y la dignidad es la más esotérica de las virtudes humanas. La única que antepone la urgencia de vivir el presente como a uno se le dé la gana a esa otra urgencia, desaseada y babosa, que supone la dispersión de la información genética propia y la supervivencia de unos modos de hacer, una lengua, ciertos objetos que sólo produce un grupo de personas. Cosas que en realidad da lo mismo que se extingan —se fueron los atlantes, los aztecas, los apaches, pero pudimos ser nosotros—, paquetes de genes y costumbres que a veces sentimos que son lo mejor que tenemos sólo porque en el mero fondo es lo único que hay.

Cuando los chiricahua —la más feroz de las bandas de los apache— no tuvieron más remedio que integrarse a México o a los Estados Unidos, optaron por una tercera vía, absolutamente inesperada: la extinción. Primero muerto que hacer esto, fanfarroneamos todo el tiempo, pero luego vamos y lo hacemos. Los apaches dijeron que no estaban interesados en integrarse cuando los conquistadores entraron en contacto con ellos en 1610 y siguieron diciendo que no hasta que todo su mundo cupo en un solo vagón de tren: el que se llevó a los últimos 27 chiricahuas fuera de Arizona.

No sé si haya algo que aprender de una decisión como ésa, extinguirse, pero me desconcierta tanto que quiero levantarle un libro.

Vivo de escribir novelas, artículos, guiones, para poder sostener a mi familia con los asuntos sobre los que leo. Y escribo porque es lo único que soy capaz de hacer consistentemente. No sé si lo he contado antes, pero tuve el privilegio de renunciar a un trabajo, por primera vez en mi vida, cuando ya tenía 37 o 38 años. De todos los demás —y fueron muchos— me habían corrido. He tratado de hacer de todo para mantener a mi modesta banda de cinco miembros a flote, para que mi material genético, mi lengua, mi manera de hacer, resista un poco más. Si fuera un chiricahua sólo leería, nos moriríamos de lo que uno se muere si no participa en la kermés de la productividad: malnutrición, sesenta cigarros al día, falta de dentista, enfermedades curables, deudas tributarias, pésima educación.

En la hora de su extinción, los chiricahua no escribían más que con las grafías con que se deletrea la muerte concreta. Dejaban en los caminos mensajes escritos con un alfabeto de cadáveres para que a nadie se le olvidara de quién era esa tierra, o de quién había sido esa tierra que los mexicanos y los gringos se sentían con derecho a ocupar. El país no tenía nombre, no al principio.» (págs. 22-24)

[más ecos de méxico]
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1 comentario:

Elena dijo...

Más léxico: a propósito de Roberto y de Pablo.

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