«Siempre, durante toda mi vida, he buscado la ayuda de un hombre. Muchas veces ha llegado y otras muchas más me ha fallado. No tuve que esperarla mucho. Nosotras -varias niñas del vecindario- conocíamos a un viejo muy guapo que no vestía como uno de los de por aquí sino como un caballero, con traje negro, camisa blanca y una sonrisa amable y distinguida. Era amable y distinguido, sí. Nos esperaba los sábados por la tarde, nos pagaba la entrada del cine y nos compraba chocolate, ese chocolate duro y blanquecino del verano. A oscuras, con una niña a cada lado, las dos sentadas más tiesas que cariátides, nos pasaba la mano por el muslo y la metía debajo del vestido. El primer regalo del depredador, mezclado con la brillante narración de la pantalla y con el chocolate, fue el de desvelarnos antes de tiempo la enmarañada naturaleza del soborno. Una lección duradera, al menos. Sobornos y más sobornos todavía: crecen en tu interior igual que las muelas. Otro anciano verdaderamente ajado, pobre e ignorante que tenía una vieja tienda de comestibles que parecía un sótano, sucia y con olor a raíces, nos regalaba pepinillos cubiertos de mugre y galletas de jengibre pasadas.» (págs. 8 y 9)
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