Acabo de visitar en el Palau Robert la exposición sobre la vida y la obra de Adolfo Marsillach (1928-2002) titulada “Tan lluny, tan a prop”, que es la traducción al catalán del nombre del tierno, irónico y recomendable libro de memorias que Marsillach publicó en 1998: “Tan lejos, tan cerca”. Siempre sentí debilidad por él y siempre me interesó todo lo que hizo. Además, en antiguos y oscuros tiempos políticos su lucidez era reconfortante. Estas son algunas de las frases que entresaqué de los extractos de entrevistas televisivas que se podían ver en la exposición:
"Soy hombre de teatro porque la realidad no me gusta demasiado. / Fingir, maquillarse, mentir. / Uno se acaba confundiendo con su propia imagen, pero entre lo que los demás piensan que uno es y lo que uno es, hay una gran diferencia. / Los amigos son enemigos en potencia, y los enemigos son un incentivo estupendo. Lamento no tener más. / La soledad es uno de los signos de la libertad y la independencia. Yo pago un precio muy elevado por mi independencia. / Tengo un punto peligroso, romántico. Siento debilidad por las batallas perdidas, por las actitudes, las posiciones y las ideas que fracasan. / ¿Qué ha pasado en este país para que no se pueda hacer cine ni teatro sin una subvención? / El franquismo produjo un lenguaje críptico. El sistema, que era mucho más fuerte y más inteligente que yo, me dejó ser “enfant terrible” porque le convenía. / Acepté un cargo político porque tuve la tontísima tentación de creer que podía mejorar todo aquello que sabía que iba mal. / Todo el mundo sabe que soy de izquierdas, pero a menudo mantengo conversaciones más ricas con gente de derechas. Lo que importa es el talento, esté donde esté. / Nos educaron con la idea de que el hombre ha de aguantarlo todo, ser el más fuerte, no llorar nunca. A mí los hombres absolutamente hombres me aterran."
Por otra parte, he encontrado este artículo titulado "En defensa propia (y ajena)" que Adolfo Marsillach publicó en ABC en octubre de 2000 sobre los rumores que circularon acerca de su enfermedad (versus periodismo):
"ESTOY moribundo. Es una extraña sensación, porque yo no lo sé. Ni siquiera siento algún síntoma alarmante. Me levanto, me ducho, tomo mi té de todas las mañanas, oigo las noticias, leo los periódicos y me siento a mi mesa de escribir. De cuando en cuando, respondo al teléfono o miro por la ventana los tejados de la ciudad. Luego, al mediodía, como un poco y, por la tarde, ejerzo mi caprichoso oficio de actor o director de teatro. Es cierto que camino con menos agilidad que antes y que me duele la cintura al agacharme, además de advertir lastimosamente la indiferencia con que me miran las mujeres en los cafés y otros lugares de esparcimiento. Pero aparte de estos achaques y otros de mayor enjundia, propios de la edad viril, a los que tal vez me refiera en algún párrafo que se me caiga distraído, yo moribundo, moribundo, no me siento. No estoy entubado, ni sondado, ni preciso de un gota a gota para alimentarme, ni un balón de oxígeno para respirar. Tampoco descubro a mi alrededor las paredes verde pálido de los hospitales, ni me inquietan las pisadas presurosas de las enfermeras en los pasillos. Mi mesilla de noche está desbordada de libros como siempre y sólo un frasco con pastillas verde esperanza, denuncia mi tendencia al insomnio y la calamidad. Nadie -creo- se lava las manos para intervenirme quirúrgicamente y mi mujer y mis hijas no están chorreando lágrimas detrás de un biombo. Y, sin embargo, ha bastado que un semanario rastrero y miserable haya publicado la falsa noticia de que me habían ingresado en una clínica, de la que desconozco desde su dirección hasta el número de fax, para que mis amigos, mis enemigos y un compañero con el que hice la mili en Alcazarquivir, se hayan puesto nerviosos -cada quien por distintas razones- y anden por ahí entonando el gorigori para irritación de taxistas y perplejidad de japoneses camino del Thyssen-Bornemisza. O sea, que estoy moribundo porque un reportaje intencionadamente manipulado, falto de pruebas y de testigos, así lo ha diagnosticado. Aunque el pulso funcione, la tensión se mantenga normal y la temperatura no pase de treinta y seis y medio. ¡Pues vaya una manera tan rara de morirse! Claro que si la mentira se extiende, como una epidemia, de un cierto tipo de prensa a algunos programas de radio y televisión, uno -que es demócrata- empieza a dudar de sí mismo para creer en la posible razón de los demás. A lo mejor estoy agonizando mientras escribo estas líneas y en ABC no se enteran como sería su obligación. De forma que les aconsejo que sigan leyendo, no vaya a ser éste mi artículo póstumo, circunstancia que aumentaría su valor en el mercado. Quizás no haya motivo para rasgarse las vestiduras, y yo, desde luego, voy a evitar ese espectáculo. Creo que compartimos una comunidad corrupta en la que -con notables excepciones- todos hemos vendido nuestra ética en pública subasta. Ya no es un problema de decencia, de decoro o de pudor, sino, simplemente, de dignidad. Somos indignos porque nos apetece serlo y porque el morbo es un producto altamente rentable. No seamos hipócritas ni nos tapemos ruborizados las narices. Estas revistas denigrantes se editan y se venden porque alguien las compra. No coincido con la idea roussoniana de que el hombre es bueno por naturaleza y la sociedad se encarga de pervertirlo. Al revés, justamente al revés. Las sociedades -no me refiero, por supuesto, a las bancarias- son intrínsecamente inocuas ya que no existen hasta que nosotros las creamos y las codificamos. Es ridículo, por lo tanto, lamentarnos de nuestro propio invento. Desde Gengis Kan hasta Adolfo Hitler -sólo por citar dos caudillos aclamados y enciclopédicamente famosos- los seres humanos se han violado, humillado y asesinado entre sí ante el regocijo del público que escapaba indemne del espectáculo que se representaba en cada momento. Cuenta Gérard Vicent que «en el siglo XVI, durante las guerras de religión en Francia, en 1572 fue asesinado el almirante Coligny, después castrado y decapitado, arrojado al Sena, repescado y colgado por los pies en la horca de Montfaucon». ¿Y los egipcios? ¿Y los romanos? ¿Y los aztecas? ¿Y las evangelizadoras huestes de Cortés y Pizarro? ¿Y las «tricoteuses» que brincaron de alegría cuando rodó en el patíbulo la augusta cabeza de María Antonieta? ¿Y cómo, cómo olvidarse de los castizos y joviales madrileños y madrileñas que asistían a los autos de fe en la plaza Mayor para gozar del olor a chamusquina de los herejes asados vivos? No. Puede que la muerte sea asunto del destino, pero la tortura es negociado nuestro. Ya, ya sé que ustedes piensan que exagero y que hay diferencias esenciales entre contemplar un montaje escénico de la Inquisición durante el reinado de los Austrias y ver por el ojo de la cerradura la escatología fina de «El gran hermano». Probablemente la distancia en las formas sea mucha, pero en el fondo no tanta. La civilización nos ha afilado las maneras, pero los instintos siguen intactos. Los reporteros que redactaron la equívoca información sobre la enfermedad que tuve el coraje cívico de confesar en mi autobiografía «Tan lejos, tan cerca», para ejemplo y ánimo de otras personas en situaciones parecidas que carecen de la oportunidad de expresarse en público, se han comportado siguiendo las reglas del mundo en el que intentamos sobrevivir. No voy a ensañarme con ellos porque están defendiendo un sueldo vergonzoso. Puedo entenderlo. El problema no es ese. Lo que realmente me duele es que no sientan la vergüenza de cobrarlo. Vengo de una familia de periodistas -mi abuelo y mi padre lo fueron- y ellos me enseñaron que cualquier información debe ser comprobada antes de publicarse y que un rumor no es lo mismo que una noticia. Claro que eran otros tiempos en los que una obvia deontología determinaba la conducta moral de la profesión periodística. Quisiera que ni una sombra enturbiase el sentido de mis palabras. No acuso -sería aberrantemente injusto- el comportamiento global de un colectivo al que admiro, respeto y, además, pertenezco, pero me siento en el deber de denunciar a esa pandilla de indeseables que se permite el macabro lujo de jugar con la vida, la honra y la muerte de los demás. Llevo años procurando defender rabiosamente mi intimidad. Jamás he vendido mis dolores ni mis placeres. (Ni siquiera he autorizado que se me fotografiase en top-less). No voy a fiestas, no asisto a estrenos y nadie me ha visto bailar con Aramís Fuster. Nunca he sido carnaza de las revistas del corazón sencillamente porque las ignoro y porque soy de natural menguado y afligido. No merezco que se me trate como al presunto conde Lequio o al picaflor Jimmy Giménez Arnau. Por favor, no mezclemos. Si el capitalismo rampante que nos ataca y nos vence, predica que todo vale si Wall Street lo bendice, a mí que no me metan en el mismo saco. Algunos -deseablemente muchos- no queremos que la basura nos manche las mejillas. También los moribundos con aceptable salud reclamamos nuestra ración de higiene."
1 comentario:
Se lo debía.
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