«La euforia, el interés por cualquier asunto (menos por entrar en persona en el maldito chino), hacían que lo encontrara todo sugestivo, digno de estudio, sumamente interesante, no había nada alrededor que no pudiera ser ensalzado; todo o casi todo lo juzgaba adorable, y era como si estuviera inmerso en una celebración muy completa del hecho mismo de vivir, como si, un año después de la primera, me hubiera decidido a probar una tercera pastilla del doctor Collado y hubiera descubierto que éste, a lo largo de los últimos meses, había desarrollado mucho su invento y había terminado por crear una droga euforizante que hacía que el mundo pareciera un lugar menos imperfecto. O quizás era la fuerza de la brisa de El impulso invisible que estaba creando en mí un ímpetu suplementario, que me llevaba a ver las cosas con cierto entusiasmo. O tal vez la leve euforia procedía del contacto intenso y permanente de las últimas horas con las diferentes obras y las diferentes ideas y conceptos nuevos que había ido viendo y encontrando en Kassel y que habían pasado a formar parte de mi mundo. A fin de cuentas, tantas horas viendo arte tan distinto del convencional me habían dejado muy buenas sensaciones. Y sólo cabía preguntarse —por buscarle tres pies al gato— si había algo realmente nuevo entre todo lo visto. Y la respuesta era no. Pero apenas importaba que fuera ésa la respuesta. Me había fascinado gran parte de lo visto, seguramente porque prefería pensar que era lo más nuevo que se podía encontrar en millones de kilómetros a la redonda y porque sin la fascinación por lo |
nuevo —o por aquello que tenía el detalle de al menos intentar parecerlo— no podía vivir, no había podido vivir nunca, al menos desde que supe que existía o podía existir lo nuevo. Y esto último era algo que Kassel había tenido la virtud de recordármelo porque, a través de esporádicos recuerdos, me había devuelto a los días de mis desolados años de extrema juventud en Cadaqués, especialmente a aquel día en el que observé un reflejo dorado de sol en el espejo de una casa de comidas donde almorzaban en aquel momento las viudas de Duchamp y de Man Ray: no sabía que clase de obra habían dejado sus maridos, pero había visto antes en las paredes del restaurante fotos de las enigmáticas huellas culturales de uno y otro y deseaba ser un creador extranjero como ellos, deseaba tener el aire distinto que intuía que estos artistas siempre habían exhibido y, si no era mucho pedir, cuando terminara el verano, no tener que volver jamás a la «retrasada» Barcelona; deseaba ser un artista de vanguardia, es decir, lo que entonces yo entendía por «alguien en ruptura con la encogida realidad artística de mi ciudad». Y, como deseaba todo esto, pensaba que el modo más directo de convertirme en «vanguardista» sería adoptar un aire parecido al que adoptaban Marcel Duchamp o Man Ray en aquellas fotos de la casa de comidas: vestir, por ejemplo, como había visto que vestía Duchamp, una camisa blanca diferente para cada noche, una especie de uniforme de vanguardista.» [de Kassel no invita a la lógica (pp. 168-169). Enrique Vila-Matas. Seix Barral 2014]
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miércoles, 19 de febrero de 2014
Vila-Matas: Kassel no invita a la lógica (2, lo nuevo)
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3 comentarios:
¡Un galgo con cinta rosa de kinesoterapia! Más chic imposible. 1beso,AM.
Bueno, Andrés, en realidad creo que se trata de Human, un galgo español con una pata pintada de rosa...
¡Ah! Igual de chic, o más. Jaja- A
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